sábado, 7 de abril de 2018

Bárbara



Bárbara es una antropóloga divergente.
Recuerdo que cuando estudiábamos cuestionaba cada cosa que decía un profesor o que leía.
Jamás aceptó nada.
Los profesores la odiaban todos. Los interrumpía constantemente para discutirles sin fundamento y sin racionalidad.
Decían que estaba loca.
Tenían razón.
Se hizo católica, rastafari, sufí, budista, experimentó con todo tipo de vegetales que le provocaban alucinaciones.
No cree en la realidad.
Es anarquista epistomólogica, lo que aplica a la antropología.
Hace unos días nos encontramos y sólo me habló de cuánta plata le cobraba el veterinario para curarle una nutria que tiene de mascota.
Es instructora de qi kong en un parque. Casi no cobra. Tiene la elasticidad y la tensión de una nena de 14 años.
Le interrumpí su relato interminable de la nutria para decirle lo que pensaba de ella. Le dije que toda su vida buscó otro camino a cada paso que daba, y que con eso nos había regalado una gran libertad a sus amigos.
Entraba  los paisajes nuevos armada con su aparato cognoscitivo de este mundo y por lo tanto nunca pudo ver nada nuevo. Siempre volvió frustrada, pero los que la seguíamos descubríamos cómo traía prendidos de sus polleras, de sus cejas, de su nariz y entre los dedos de sus pies cosas rarísimas, indescriptibles y efímeras. Se disolvían en un instante, y ellas jamás las percibió, pero nosotros nos quedamos absortos porque vimos prendas de otra realidad.
Cuando muera, su alma no se enterará en absoluto y seguirá por acá, diciendo no, no, no es así, estás equivocado, eso es una pavada, eso que decís es sólo algo funcional al poder.
Y tomará por otro camino.



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