miércoles, 14 de marzo de 2018

La florista




Esto es algo que no quiero contar, pero necesito contárselo a alguien muy íntimamente, porque me puse a llorar en la calle. No podía parar, ni podía esconderlo, hasta un tipo me miró y casi se detiene a preguntarme si estaba bien.

Para caminar, todavía tengo que llevar el brazo inmovilizado con el cabestrillo, porque el movimiento me sacude la clavícula en recomposición y al rato me duele mucho. Hoy iba camino a la casa de Eva, a escribir. Es una de las primeras salidas que hago para trabajar. Eva gana diez veces más que yo, me paga para escribir, tiene toda la vida resuelta, ahora y para todo el viaje. Pero vive sola, y me parece que está bueno que una mujer que se queda sola en algún momento pueda sentir la presencia de unas flores o mirarlas, tocarlas. Me paré en un puesto de flores muy arregladito para llevarle flores. En esta época las flores abundan, y además en el puesto las tenían hermosas. Había como una marea de rosas blancas en jarrones en el piso y a la altura de los ojos estallaban en colores los ramos de sanvicentes. La señora que atendía era muy, muy, muy bajita. Su delantal azul estaba tan limpio como las flores, y planchado, y su pelo estaba tirante y brilloso. Era una mujer joven, y la felicité por el puesto. No dijo nada, sólo sonrió, y pareció complacida de que yo apreciara los diferentes tipos de flores que vendía. Le pregunté cuánto costaba el ramo de unos sanvicentes de varios tonos de lila y le pedí que me lo preparara. A la vez me salió, antes de que se le ocurriera a mi voluntad, pedirle si podía hacerme el favor de atarme el cordón de la zapatilla, ya que con el cabestrillo me era imposible. Estaba preocupado por eso desde que estaba arriba del colectivo que me llevó al lugar. Temía caerme, porque entonces me volvería a romper todo, me volverían a operar, sería un desastre. Le pedí mil disculpas a la señora por mi atrevimiento y le expliqué con el mejor detalle que pude por qué le estaba pidiendo, que jamás pido ese tipo de cosas y tal, pero la señora no prestó atención a mis explicaciones, simplemente dio una vuelta para salir del interior del puesto y me ató el cordón con practicidad y deferencia. Hizo un nudo velozmente y como vio que quedó largo, le dio otra vuelta para que no se me desatara y luego regresó a su lugar a entregarme el ramo. Me hizo el favor de una manera tan rápida, sin la mínima sombra de servilismo, tan solícitamente, por pura solidaridad, que me sentí ante una persona infinitamente superior. Me dijo “adiós” con una expresión tan pura que apenas hube dado unos pasos me largué a llorar como un idiota.









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