viernes, 16 de marzo de 2018

Dos



— Estoy un poquitín enamorada de vos.
Sergio observó el silencio que se le hizo en su interior como se expande la oscuridad del atardecer maduro en un jardín vacío.
— Ay, Adri, debí verlo venir.
— Podrías haberlo visto venir.
— Me apuntás con una pistola.
— ¿Es para tanto?
— Me responsabilizo mucho. Te voy a decir que no y siento que te estoy por dar una bofetada injusta. Me venís con algo hermoso y lo escupo.
— Sos tan dramático. ¿Me vas a decir no a qué?
— A que tengamos algo.
— ¿Te propuse que tengamos algo?
— Y…
— ¿Y qué?
— ¿No se supone que debo responderte?
— Bien. Mirá, respeto tus esquemas, pero quizás no sean los míos en este momento. No te dije que estaba un poquitín enamorada de vos para proponerte que seamos novios. ¿Te saca eso un peso de encima?
— Sí.
— Claro que eso no es agradable para mí. A nadie le gusta no sentirse correspondida, pero no te estoy proponiendo ser novios. Nada más te estoy diciendo que estoy un poquitín enamorada de vos. Encima te digo un poquitín; no te cuesta agrandarte a vos, ¿no?
— Ja.
— Dale, boludo. ¿No es lindo que te digan eso?
— Sí.
— Vas a andar por ahí, con esa pluma en la frente, una pluma que dice “alguien está un poquitín enamorada de mí”.
— Ja.
— Qué bobo sos.
Adriana lo mira con ternura y sonríe.
— ¿O qué vas a hacer con esto? ¿Se lo vas a contar a los muchachos?
— Na.
— ¿Qué vas a hacer?
— No sé. Esto cambia las cosas entre nosotros. No sé.
— Claro que cambia. ¿No te harta que las relaciones sean siempre iguales?
— Nos conocemos de toda la vida.
— Sí, y a lo que ya somos, que nadie nos lo va a quitar, le vamos a agregar esto.
Los dos se quedan en silencio.
— Y vos, ¿no estásun poquitín enamorado de mí?
— No sé.
— ¿Nada, nada, nada?
— No sé.
— No calcules, idiota. Estás calculando “si le digo que sí va a querer que seamos novios”. ¡Cortala con el miedo! Qué cagones son los varoncitos. Escuchame: no quiero ponerme de novia con vos. Ni con vos ni con nadie, pero menos con vos. Y si tuviera ganas, esta cobardía tuya me la bajaría mal. ¿Está? Te estoy preguntando con libertad.
— En un sentido uno está enamorado de los amigos.
— Eso digo. Eso es lo que te estoy diciendo desde el principio.
— Ah.
— ¿Los habías pensado antes?
— No.
— ¿Cuánto estás enamorado de mí?
— Dos corazones.
— Já. ¿Dos de cuántos?
— Dos de diez.
— Bien. Yo también. Dos de diez. No es un gran número, ¿no? No alcanza para mucho.
— Alcanza para lo que tenemos.
— Sí, pero ahora lo dijimos.
— ¿Nos acostamos?
— Ni en pedo. ¡Já!









jueves, 15 de marzo de 2018

Consagración de Stephen Hawking



Lo amé desde que lo conocí. Me cayó tan simpático como le caía a todos, devoré su Breve Historia del Tiempo entendiendo cualquier cosa y mayormente no entendiendo nada.
Stephen Hawking me entusiasmó.
Y entiendo, y me sucedió, que entusiasme la física y la matemática cuando se la comprende desde adentro y ya vas por el medio de la correntada, nadando desnudo, con la mitad del cuerpo fuera del agua, magia pura, pero me cuesta entender el entusiasmo por Hawking rockstar sin entender la física.
En el caso de Hawking, gran parte de ese entusiasmo era por su construcción. Un entusiasmo al que no le importaba el valor del descubrimiento sino el de invención.
Otros decían enloquecer de pasión porque el Universo que veía era a la vez fantástico y respaldado por la física, pero quiénes podían avizorar eso? Uno entre decenas de millones, sólo quienes estuvieron muy avanzados en la ciencia.
La postura más vergonzosa ha sido la de celebrarlo, admirarlo e inclusive opinar sobre él porque era consagrado.
¿Quién lo consagró? Los encumbrados de una Ciencia que no es más que un perro arrastrado de servilismo, que se mea encima de amor por sus amos capitalistas. Es a ellos a quienes se consagra cuando se glorifica a Hawking y se le da status de verdad a disparates como el Big Bang, los agujeros negros y demás asuntos tan intangibles y fuera de la realidad de nuestras como el Misterio de la Trinidad y la santidad de la Iglesia Católica.














El tiempo de escribir



Vivo el escribir igual que un clavadista.
El tiempo de estar escribiendo es el tiempo que transcurre entre que abandono el trampolín y entro al agua.
Sin todo el resto del tiempo, jamás podría hacer eso.












miércoles, 14 de marzo de 2018

La florista




Esto es algo que no quiero contar, pero necesito contárselo a alguien muy íntimamente, porque me puse a llorar en la calle. No podía parar, ni podía esconderlo, hasta un tipo me miró y casi se detiene a preguntarme si estaba bien.

Para caminar, todavía tengo que llevar el brazo inmovilizado con el cabestrillo, porque el movimiento me sacude la clavícula en recomposición y al rato me duele mucho. Hoy iba camino a la casa de Eva, a escribir. Es una de las primeras salidas que hago para trabajar. Eva gana diez veces más que yo, me paga para escribir, tiene toda la vida resuelta, ahora y para todo el viaje. Pero vive sola, y me parece que está bueno que una mujer que se queda sola en algún momento pueda sentir la presencia de unas flores o mirarlas, tocarlas. Me paré en un puesto de flores muy arregladito para llevarle flores. En esta época las flores abundan, y además en el puesto las tenían hermosas. Había como una marea de rosas blancas en jarrones en el piso y a la altura de los ojos estallaban en colores los ramos de sanvicentes. La señora que atendía era muy, muy, muy bajita. Su delantal azul estaba tan limpio como las flores, y planchado, y su pelo estaba tirante y brilloso. Era una mujer joven, y la felicité por el puesto. No dijo nada, sólo sonrió, y pareció complacida de que yo apreciara los diferentes tipos de flores que vendía. Le pregunté cuánto costaba el ramo de unos sanvicentes de varios tonos de lila y le pedí que me lo preparara. A la vez me salió, antes de que se le ocurriera a mi voluntad, pedirle si podía hacerme el favor de atarme el cordón de la zapatilla, ya que con el cabestrillo me era imposible. Estaba preocupado por eso desde que estaba arriba del colectivo que me llevó al lugar. Temía caerme, porque entonces me volvería a romper todo, me volverían a operar, sería un desastre. Le pedí mil disculpas a la señora por mi atrevimiento y le expliqué con el mejor detalle que pude por qué le estaba pidiendo, que jamás pido ese tipo de cosas y tal, pero la señora no prestó atención a mis explicaciones, simplemente dio una vuelta para salir del interior del puesto y me ató el cordón con practicidad y deferencia. Hizo un nudo velozmente y como vio que quedó largo, le dio otra vuelta para que no se me desatara y luego regresó a su lugar a entregarme el ramo. Me hizo el favor de una manera tan rápida, sin la mínima sombra de servilismo, tan solícitamente, por pura solidaridad, que me sentí ante una persona infinitamente superior. Me dijo “adiós” con una expresión tan pura que apenas hube dado unos pasos me largué a llorar como un idiota.









lunes, 12 de marzo de 2018

Con estas manos



En la película Orlacs Hände (Las manos de Orlac, 1924) y en Hands of a Stranger (Las manos de un extraño, 1960), las manos que le injertan a un hombre eran agentes del cuerpo originario, el de un asesino, y necesitaban matar.

La pata de palo o la pierna que descalifica en la participación olímpica
El ojo de vidrio
El gancho en vez de mano
Los anteojos
La tapa de cristal que cierra el cráneo tras una trepanación
La emplomadura y la prótesis que previenen las ruinas
El paladar metálico
La teta de silicona
El clavo en el hueso
El  disco artificial entre las vértebras
El  stem
El marcapasos
El audífono
El oído artifical

El cuerpo humano es cultural.
Un humano no caminaría si no le enseñaran.
El cuerpo humano ya no es puramente natural. Sin las decisiones de la cultura, sería un esperpento. No sólo no sobreviviría más que unos minutos luego de ser parido si otros no lo secundan, sino que no viviría nunca como humano.
El cuerpo humano ya está hecho para funcionar en un entorno social.
Ese entorno lo termina de formar.
Muestra de ello son los productos culturales que se le insertan.
Esos productos son agentes de la cultura dentro de un cuerpo.
Lo modifican, lo curan, le alargan la vida, influyen sobre su anatomía, fisiología, vida mental, lo comandan.
Esto es un campo de investigación para la Antropología y la Medicina.

Algunas prótesis están diseñadas para tener sólo un intercambio mecánico con el cuerpo.
Otras no.
Básicamente todos los medicamentos producen una modificación en el funcionamiento químico.

Los parches.
Las cápsulas que le insertaron a Aldo Mangiaterra en su próstata, que liberan dosificadamente químicos para prevenir el avance de la enfermedad
El DIU, que hace algo parecido previniendo los embarazos

Pero pensar que la realidad del intercambio se divide entre intercambio mecánico e intercambio químico es demasiado elemental.
Es natural pensar que entre el cuerpo y la prótesis se produce todo tipo de intercambios.

Claro que no todos los intercambios son buscados, ni siquiera previstos.
Entonces aparecen las sorpresas.











jueves, 8 de marzo de 2018

La máquina de Omar Cornetti




Omar Cornetti, se fue a vivir a Capilla del Monte porque lo que más le gustaba en la vida desde que era chico eran los platos voladores.
En los alrededores de Capilla del Monte los platos voladores andan como pájaros.
Omar Cornetti cuenta cada vez que puede que un OVNI se lo llevó.
Relata que las primeras horas estuvo completamente dormido, que luego vio a los extraterrestres dentro de un especie de quirófano del OVNI, verdes, luminosos, con la boca pequeñita, los dedos largos, vestidos o desnudos, con los grandes ojos todos enteros de un negro de obsidiana.
Dice que se durmió y luego despertó en su cama.
Se sentía bien, pero tenía una sensación extraña, como si algo estuviera observándolo desde atrás. Se daba la vuelta, pero no había nada.
Al rato, en medio de la noche, entendió que le habían injertado una máquina en la espalda.
No le dolía, pero sabía que esa máquina iba a gobernar su cuerpo, su mente y su vida. No creía que los extraterrestres le enviaran órdenes por radio a la máquina, pero la máquina en sí condensaba toda la ciencia, todo el mundo de aquella civilización increíble, y también cargaba con toda la operación del secuestro, la intervención de su cuerpo y luego la devolución a este mundo.

Vivía muy precariamente, apenas tenía un solo espejo redondo con marco de plástico celeste en el baño para afeitarse (las pocas veces que se afeitaba). Intentó ver en ese espejo cómo era la máquina que tenía injertada en la espalda.
Apuntó la espalda al espejo y trató de girar la cabeza para verla reflejada con el rabillo del ojo.
Apenas distinguía que tenía alguna cosa, pero no podía ver qué era con precisión.
Intentó tocarse, y con la punta de los dedos apenas rozó unas piezas de metal que se movían. No tenían la rigidez de las piezas de un reloj, pero se movían regularmente.

Se desesperó. Necesitó con locura saber qué era eso.
Sabía que de ahora en más él sería otra persona. Lloró desconsoladamente la muerte del Omar Cornetti que había sido hasta entonces, el hijo de su mamá, el hijo de su papá, el hermano, amigo de sus amigos.
La angustia se mezclaba con la ansiedad por lo que sería de ahora en más.

En esa época del año el pueblo estaba vacío, y eran las 3.45 de la madrugada y no quiso ir a buscar ayuda para poder ver qué era aquella máquina. Por lo demás, sabía que verla no le ayudaría.  Por mucho que los científicos lo estudiaran, posiblemente no descubrirían qué era aquello.

Le pedí que me dejara ver la máquina.
Se levantó la remera y me mostró su espalda. Tenía una cicatriz, pero la máquina no era visible. Me explicó que con los días la máquina había ido penetrando en su cuerpo y me trajo una radiografía en la que se distinguía un círculo blanco a la altura del corazón.

Le pregunté qué cambios estaba imponiendo la máquina a su cuerpo, su mente y su vida.
— No soy el mismo, me dijo. Pero no puedo ver qué soy. Aún no he encontrado el espejo.








miércoles, 7 de marzo de 2018

La víspera



El señor Roberto, Roberto, maneja su taxi con prudencia en medio de la ciudad loca. Tiene cara de andino de piedra. Lleva el pelo muy corto, rapado a los costados, bigote ralo y una camisa escocesa de tonos celestes. Levanta a un muchacho que lleva una mochila pesada. Roberto mira la mochila por el espejo retrovisor, mientras el muchacho le indica adónde debe llevarlo.
Luego de andar un tramo, encuentran una calle bloqueada por vallas que está instalando la policía.
— ¡Uh, ya están cortando! —dice el muchacho.
— No se puede andar, en todas partes cortan —se queja Roberto.
— Es por la marcha del Día de la Mujer, mañana. Me toca cubrirla, soy fotógrafo.
Roberto entiende que en la mochila lleva el equipo de foto.
— El Día de le Mujer —dice Roberto.
— Sí —dice el fotógrafo.
Y desde entonces andan en silencio, buscando las calles que pueden tomar para ir adonde se dirigen.
Nada se dicen ya.




martes, 6 de marzo de 2018

Emilio, cyborg de hierro




Me crió mi abuela. Todo el tiempo jugábamos. Me encantaban los juegos relacionados con nuestros cuerpos. Las yemas de mis dedos se arrugaban cuando yo estaba mucho tiempo en el agua, pero las suyas ya estaban siempre arrugadas, ella sonreía ante los hoyitos de mis manos donde debía haber nudillos, me fascinaba la blancura de su pelo, su gran nariz, nos divertía el serruchito en que terminaban mis dientes y los enormes vidrios de sus anteojos.
Sus pulgares eran muy arqueados, y en cambio los míos eran rectos.
“Así los tenía tu abuelo, me decía, porque era herrero”. Me explicaba que eran necesarios los pulgares rectos para martillar bien el hierro.
También: “su papá había sido herrero, y su abuelo. En Galicia tenían una herrería desde antes de que se hiciera el pueblo”.

Me casé muy joven. Mi suegro tenía un Siam Di Tella. Era un auto magnífico, con unas chapas que conformaban una carrocería de toneladas, todo entero de puros hierros carnosos como ramas, con las varillas más finas gruesas como un dedo pulgar.
Un día mi suegro lo estaba arreglando, se le zafó el gato y el coche se le cayó encima. Tenía una gran distancia entre el motor y el suelo, pero mi suegro era enorme, y el motor le aplastó el pecho y le hizo crujir las costillas.
Mi suegro estaba muy orgulloso de ese auto. Era pura nobleza. Si lo empujabas diez metros, tomaba una inercia que lo hacía andar una cuadra.
Esa nobleza se la daban los hierros.

Mi abuelo y mi suegro se llamaban Emilio.
Yo también, pero ellos estaban machacados, tenían cicatrices graves, estaban todos marcados por accidentes y quebrantos, y en cambio yo nunca dejé de jugar en un lugar seguro.

Ahora que han metido hierro en mi cuerpo — el cuerpo que se iba a morir virgen, inmaculado, intangible—, mi mente se parece a una tropilla de caballos aterrorizados por una bestia sanguinaria, que bate sus alas sobre ellos en mitad de la noche negra.

Es un hierro no muy grande, al que han adherido los pedazos de un hueso mío con nueve tornillos.
Es pequeño, pero me apunta al cuello, de abajo hacia arriba, como un cuchillo que quiere degollarme.
Y me va a apuntar hasta el día en que me muera.
Además, podría calentarse donde haya ondas de determinada frecuencia, y podría atraer a los rayos, y podría liberar algunos iones que modificarían la química de mi fisiología.
Si todo eso fuera pura fantasía, no es fantasía que el hierro introduce cambios en la mecánica de mi estructura ósea.
Ya no soy yo, con el hierro injertado con nueve clavos en mi pecho.
Soy una especie de cyborg muy primitivo, un cyborg de la era del hierro, de cuando estaba la herrería sola en un lugar de Galicia, sin casas cerca, con un nido de cigüeñas en el techo.





















lunes, 5 de marzo de 2018

Machito



¿Recordás el día en que viajaste solo en colectivo por primera vez?
¿El día en que caminaste solo por primera vez hasta la escuela?
¿Recordás aquel remoto día en que te largaste a andar en bicicleta sin las rueditas?
Más difícil, ¿recordás ver escrito tu nombre, y saber que acabás de escribirlo vos solo?
¿Recordás aquel día en que aprendiste a atarte solo los cordones?
¿Recordás el día en que por primera vez te bañaste solo?
Solo, solito, yo solo, sin ayuda, sin que otro me guiara la mano, o siguiera con la vista cómo estaba haciendo.
Era el destete.
Arreglarse solito.
No depender.
Ser yo.

Luego vino la admiración por los más grandes, que solos podían hacer muchas cosas, hazañas. Y el entusiasmo por Superman, por Patoruzú, por San Martín, por Robison Crusoe, por Maradona, por Clint Eastwood en el Oeste, por Jesucristo, por Philip Marlowe, por Nietzsche, por el Che.
El Hombre Nuevo, el Mayor de los Hombres es el que se construye a sí mismo.

Toda una vida de Self-Made Hombre Nuevo, y un día te rompiste, un poco, no más de tres componentes de tu estructura ósea, y todo el mito se te viene al piso como se acobarda súbitamente en su debut el jugador que más prometía.
Te vas a decir que la entereza se mide no en no haber caído, sino en salir adelante.
Patrañas.
En el rincón donde no te mientas no te podrás arreglar solo para cortar el pan, para vaciar el mate, para barrer tu casa, para bañarte. Te verán desnudo, te verán el culo porque no podés solo.
No podés solo, de repente no sos autoválido, no sos autosuficiente.
De repente no podés más solo.
No podés más.

No, "no podés más", no. "No podés más solo".
Mientras alguien te ata los cordones, pensás que ya no sos ni Marlowe, ni Patoruzú ni Superman. Pero entonces pensarás en todos ellos.
¿Qué pudo cada uno?
Lo necesario para construir el mito de que podían hacerlo todo solos.

Pasaste años dándole vuelta en el consultorio del psicoanalista a tratar de superar las neurosis que te atan y te impiden vivir.
Años intentando rodear las neurosis, buscando sublimarlas; entendiendo que es necesario aceptarlas como fallas fundamentales, agujeros que por esencial no pueden ser llenados, para construir encima de ellas la vida.
Años fracasando, porque nunca solté aquella alegría del machito, aquella ilusión que me iluminaba de alegría con la luz de la alegría que venía de ellos, los grandes que me querían, de que yo solito puedo.

Pues hay novedades para este boletín.
No habías entendido bien. No habías entendido nada.
Superman no es de verdad, Diego tuvo a Claudia, el Che era uno de muchos, Jesucristo era un hijo, Robinson Crusoe solo recuperó el estado humano con Viernes.

Bienvenido a la condición humana, en la que no hay individuos completos; que consiste en un apoyarse de unos contra otros, unos a otros, para poder escribir el nombre, poder hacer justicia en el Lejano Oeste o cruzar las montañas para ir a pelear contra los españoles.
No queda otra, querido Hombre Nuevo, que te vean el culo.










domingo, 4 de marzo de 2018

Mañana, veremos.


El indio Patoruzú decía:
cuando quiero domar un potro y el potro se  resiste
cuando quiero solucionar un problema y no le encuentro la vuelta
cuando necesito dinero y el bolsillo dice que no
cuando quiero reparar una injusticia y mi falta de poder dice que no
cuando quiero amar a una mujer y la mujer dice que no
cuando quiero ver a una amigo y su agenda dice que no
cuando quiero llegar algún lado y la distancia me dice que no

Yo respondo: está bien, hoy no.
Mañana, veremos.