miércoles, 31 de enero de 2018

Cómo se ve desde La Plaza lo que se pierde


Néstor Restivo ha hablado bien de este blog. Aprecio la entereza y la solidez ética de Néstor. Toda la vida me ayudó. Hoy me pasó un texto y me preguntó si no era para el blog. Sentí un honor inmerecido.
Esto es lo que escribió : "Pasé con el colectivo 7 por la zona de Plaza de Mayo y vi los cambios que están haciendo en la Plaza sin consultar a nadie, la ausencia de la escultura de Juana Azurduy que ya no está detrás sino frente al CCK (¿cuánto más durará la K?) y el Museo del Bicentenario, que ahora veo se llama Museo de la Casa Rosada. ¿Por qué le cambiaron el nombre? El Bicentenario de 2010 fue un hecho extraordinario, y entre las magníficas cosas que hizo el kirchnerismo, que desde luego también hizo otras cosas malas o erróneas, estuvo ese festejo, tan popular, tan patriótico, tan emancipatorio y tan latinoamericano. Se ve que al macrismo no le gustó nada. Pero en vez de cambiar ese nombre hubiera aprovechado su oportunidad y hacer algo en el Bicentenario de la Independencia, en 2016, y no hizo nada, salvo la patética frase del Presidente sobre la angustia de los héroes. Claro, ¿cómo van a hacer algo sobre la 'independencia' justo estos tipos? Siguen trabajando para el olvido, la desmemoria, la dependencia. Y la revancha. Una vez más".

viernes, 26 de enero de 2018

Una tarde en un bar

Juan Manuel no sabía cuánto necesitaba contarle algunas cosas a Laura. Algo dentro de él estaba tenso como una rama doblada a punto de quebrarse. Pero cuando se vieron Laura se puso a hablarle de sus asuntos; que se quería ir de vacaciones, que su ex se atrasaba sistemáticamente con la cuota del colegio para su hija, que los trámites con la AFIP la volvían loca...
En un momento le preguntó a Juan Manuel cómo estaba. Él dijo “bien”, y ella volvió inmediatamente a lo del ex.
Cada tanto interrumpía para mirar el celular y responder mensajes. Le contó que en el trabajo la jefa la tenía podrida. Este fue un tema muy largo.
Juan Manuel se preguntaba para qué se habían encontrado en ese café, tan lindo. Estaba un poco arrepentido de haber ido. Quería mucho a Laura, eran amigos desde hacía tantos años, pero ¿qué sentido tenía escucharla hablar durante horas de temas que no tenían solución?
Ella seguía hablando, sin mirarlo a los ojos, con la mirada acá o allá, que sólo se fijaba en la pantalla del celular.
Entonces él la interrumpió: “Estás acá, Laura”.
Laura hizo un silencio.
Él se quedo quieto, buscándole los ojos.
“No entiendo, dijo Laura, mirándolo a los ojos, a su vez, por primera vez. ¿Qué querés decir?”
“Qué estás acá, conmigo. Me llamaste para que nos viéramos y hablemos”.
Laura pareció al borde de la reflexión. Juan Manuel le repitió:
“Estás acá”.

miércoles, 24 de enero de 2018

Tras un siglo de freudalismo



Tras un siglo de gravitación del pensamiento de Sigmund Freud sobre nuestra sociedad, comprendemos que el Complejo de Edipo es el origen de todos los problemas de la Humanidad.
Pero a esta altura, bien ha dicho la psicoanalista Mariela Mangiaterra que nada le parecía más entrañable y lejano que aquella época en que un hombre podía desarmarse de turbación cuando se le decía “ocurre, señor, que usted está enamorado de su madre”.
He aprendido que el amor por mi madre me ha enredado en muchos aspectos de mi vida, especialmente en el de construir una vida en pareja. Podía engañar a mi madre un tiempo, especialmente porque sabía que ella festejaba que yo fuera muy machito y tuviera éxito con algunas chicas, pero de ningún modo traicionaría su amor. No cruzaría la línea de la lealtad. Mis parejas nunca duraron. No habría de traicionar a mi madre con ninguna chiruza.
Por otro lado, A mis casi 60 años llego a la conclusión de que lo único que me interesa de la relación con otras personas es hacer contacto con su lado salvaje. Todo lo demás me parece frusilería, pérdida de tiempo, vicio, muerte en vida. Y entonces recuerdo las noches en que llegaba mi madre de operar en el hospital, a la medianoche, o a la hora de la cena. Estaba radiante. No parecía ella. Tenía en los ojos una dicha de ángel despiadado, y se ponía a contar todo, la cirugía con lujo de detalles, qué habían dicho los médicos, los asistentes, y también la historia de la persona, quiénes la acompañaban. Cada relato era como el repaso de una vida, una novela, algo increíblemente vívido, jugados como estaban sobre la mesa la muerte, la salvación, la vida, el sufrimiento, la dicha.
Recuerdo aquello y lloro de amor por mi madre. Si estuviera viva, correría en este mismo momento a pedirle que vuelva a contarme del hombre que recibió más de 40 puñaladas peleando con uno de sus hijos en brazos, del desastre de guerra para el que no alcanzaban los quirófanos cuando un colectivo chocó con un camión en la ruta, de la mujer que era tan gorda que necesitaron quitarle 35 kilos de grasa para poder operarla, del marinero filipino a quien, para intervenirle el corazón, tuvieron que partirle al medio un tigre tatuado tan hermoso que el jefe de cirugía le hizo sacar una foto y la colgó en su casa como un cuadro.
No recuerdo bien las historias, las contaba cuando yo era muy chico, pero la luz que irradiaba no era de este mundo, y no sé si era porque por el dichoso Complejo de Edipo que yo estaba tan enamorado, o si era una loca genial que permitiendo que el Demonio Divino entrara en ella me enseñó el camino que más me gusta, el de la intensidad.






Más allá de lo torpe y lo tosco

Si te evapora la mente en un instante que alguien diga divinamente lo que dijiste de modo torpe y tosco, ¿es un ataque de narcisismo agudo o es el estado más alto al que pueden llegar los humanos, la colaboración para la creación de sentido?

martes, 23 de enero de 2018

La lluvia en Buenos Aires


Hoy me desperté recordando el bar de Buenos Aires donde nos refugiamos de la lluvia. Nos pusimos de novios en ese momento. No había nadie más, el lugar era oscuro, era como si estuviéramos en otro país, un país con el que se sueña. Yo te toqué los dedos, vos aceptaste como si fuera la primera vez que te tocaras los dedos con alguien, y quizás lo fue, y después cuando salimos nos besamos abajo de un balcón para no mojarnos, y lo mismo nos mojábamos pero nos besamos y nos seguimos besando, sabiendo plenamente, teniendo plena conciencia de que sería el comienzo de algo verdadero, en lo que pondríamos todo lo que éramos,  porque estábamos plenamente enamorados. 
Eso fue lo primero que pensé esta mañana cuando desperté, como si hubiera soñado toda la noche con aquella noche de hace seis años. Las sábanas revueltas eran la imagen de una tormenta congelada en el mar. Busqué el perfume de Renata, lo encontré, confirmé lo que había sentido, que era el perfume profundo de Nápoles. Nos divirtió contar que hacía 24 horas que estábamos haciendo el amor, besándonos, penetrándonos, mirándonos, llorando, mordiéndonos, abrazándonos, contándonos cosas que recordaríamos para siempre, porque nunca más nos veríamos. 
Dejé la cama deshecha, una almohada tirada en el piso, las sábanas retorcidas, unas ropas mezcladas; quise encontrarla así al final del día, cuando volviera del trabajo. Me entregué a esa melancolía, a tener pena de mí. Fue maravilloso y dulce y triste lo que hicimos con Renata, y aún la cama está deshecha, y todo eso me hizo despertar en aquella lluvia. 

lunes, 22 de enero de 2018

Puede ser toda una nueva vida


Una nueva vida comienza cuando te preguntás “qué tal si dejo de no ir y voy”
“Qué pasa si le digo”
“Qué pasa si entro”
“Qué pasa si me subo”
Y vas, le decís, entrás, te subís.
Puede ser toda una nueva vida desde que te jugás.



lunes, 15 de enero de 2018

Cuando te dirijas a un amigo


Cuando te dirijas a un amigo, hablale al salvaje que tiene dentro.

Hablale al indio, al que no hace para obedecer, ni para rebelarse, sino porque le sale del fondo irracional, de las ganas injustificadas, del entusiasmo que nada provoca, sino un arrebato diabólico, sin ley ni moral ni cálculo.

Un hombre pequeño



Yo decía que Lo Yuao era un hombre pequeño, como a él le gustaba decir.
“Cuando tenía ocho años mi país estaba invadido por los japoneses y la gente moría de hambre. Mi abuela murió de hambre. Yo veía a la gente tirada por la calle, semidesnuda, algunas estaban muertas, otras no sabías si aún estaban vivas. Y yo sobreviví porque era tan pequeño que apenas necesitaba nada. Cualquier cosita que comía me era suficiente. Era como un pajarito.”
Pero era mucho más que pequeño, era infinitamente humilde.
Por eso es que Camilo Sánchez lo amó.
Para Lo Yuao un café era un tesoro.
Un trago de vino era una fiesta que hacía durar mucho tiempo. Se mojaba los labios y disfrutaba como si estuviera en el paraíso.
Era más feliz que cualquier persona que conocí cuando Camilo lo llevaba en el auto. Pasear en el viejo Peugeot de Camilo le reparaba aquellos años en que vió a su abuela morir de hambre.

domingo, 14 de enero de 2018

Maldito ajo



La odiaba porque no me dejaba comer ajo. Me humillaba cada vez que percibía en mí el más leve aliento a ajo. Si llegaba de ver un partido con los muchachos y habíamos comida pizza, la muy perra olía el mínimo ajo que le habían puesto a la pizza y me mandaba a dormir a otro cuarto. Y le contaba a otras personas, me hacía sentir un bruto, un guarango, un grosero. Y ahora que, por esas cosas, ya no estamos juntos, le pongo ajo a todo, como ajo crudo, eructo ajo, dejo que mi barba se embardune de ajo y ando así todo el día, con olor a ajo hasta en la camisa; ahora odio no tener alguien que me rechace porque huelo a ajo.


jueves, 11 de enero de 2018

Que quiebre

Cuando escribo
Cuando escucho música 
Cuando leo
Cuando bailo
Cuando hago algo con otra persona
Cuando pienso
Cuando miro una película 
Cuando actúo 
Cuando corro
Cuando miro una obra de teatro
Cuando viajo
Cuando ando en bicicleta
Cuando miro una pintura
Procuro hacer contacto
Alguien dentro mío busca, como el tigre la sangre y la carne caliente, la epifanía
La aparición material del significado

jueves, 4 de enero de 2018

Mi Santa Madre



A ver qué tenéis que decir de mi Santa Madre, tan santa como la que más del santoral entero de la Santa Iglesia Católica
Su hermana Remedios me dijo además que fue casi Virgen, porque aquello, sólo para concebir a mis tres hermanos y a mí, que luego, Virgencita para toda la vida.
Pues cuando yo reñía con mi hermana mi Madre me decía “¡So marica! ¿Otra vez riñendo con la pobrecita de tu hermana? ¿Qué no ves que es mujer? ¡A ver si te vas por ahí y te das puños con el primer gitano que encuentres!”
Y lo he hecho. Por la memoria de mi Santa Madre, Casi Virgen, no me ha temblado nunca la mano cuando he tratado con esta escoria humana de africanos, refugiados sirios y demás calañas, que no hacen sino venir a vivir a costa de nosotros, que somos quienes trabajamos. Bastante trabajo nos ha costado levantar este país, para que vengan estos vivillos a comerse la torta.
Y mi hermana también ha aprendido la disciplina, que tiene el cinturón a mano, y cuando los hijos tienen la dichosa idea de hacerse los levantiscos, menudo concierto arma ella haciendo sonar el cinturón contra las espaldas. Y lo que ella les da a los críos no se compara con lo que hace su marido. Se ha buscado un hombre de verdad, cabal, que sabe poner orden, con los niños y si es necesario con ella también, que es mujer, y a las mujeres no hay que darles rienda. Que si le das su merecido, aunque tú no sepas por qué, ella lo sabe, porque algo habrá hecho que te has cruzado. Así lo decía mi Madre Santísima.



lunes, 1 de enero de 2018

Un espacio para una familia


Estimado Hernán:

Te escribo para hacerte una consulta, atendiendo a los conocimientos de ornitología con que me has asombrado en nuestras clases de yoga.
Vivo solo en un mínimo departamento en el centro de Buenos Aires, que me compraron mis padres cuando me vine a estudiar a esta ciudad.
Eso fue en 1981. Ahora tengo 55 años.
El departamento consta de un solo ambiente, que basta y sobra para la vida que llevo; vivo de escribir y paso la mayor parte del día aquí dentro, trabajando en mi computadora. Tal vez me gustaría tener un balcón, pero sólo hay una ventana con un angosto alféizar, sobre el que he dispuesto algunas macetas de plantas que se cuidan por sí mismas. No soy una persona extremadamente cuidadosa.

1

Hace tres años un casal de palomas torcazas llegó a ese ínfimo alféizar de la ventana y comenzaron a tener una conducta amorosa. El macho cortejaba a la hembra, esta parecía dejarlo hacer no apasionada pero conforme, y en los días que siguieron, mientras se apareaban a cada rato, comenzaron a construir un nido.
Llamaron mi atención. Debo confesarte que me alegraban las horas. Secretamente me asombraba que mi lugar fuera elegido como espacio para la construcción de un hogar. A mi edad y luego de haberme dado por vencido en el propósito de formar una familia, me he asumido estéril y resignado a vivir en un departamento que es a la vez eremita, nave y bulín. Produzco textos en silencio y en la oscuridad —textos que no sé muy bien adónde van a parar, porque he conseguido escaso éxito como escritor.
En definitiva, estoy muy lejos de generar esa energía bulliciosa, cargada de imprevistos, alegrías y preocupaciones que es la vida en familia. 
De modo que el hecho de que aquellos animalitos, aún tan pequeños, con los que no podía establecer ninguna comunicación, hubieran elegido mi lugar, me dejó un tanto absorto y con una alegría cándida.

Me di en observar al casal de reojo mientras trabajaba.
A cada ratito llegaban con una ramita. Pensé que eran como pequeños autómatas, actuando sólo las decisiones que mandaba su instinto. Quizás en el espacio donde está el edificio, antes de que se construyera la ciudad, había árboles, y las palomas anidaban allí siglo tras siglo. Su instinto les manda anidar en el sitio.

En fin, la verdad es que deseé que hicieran el nido, que pusieran huevos, que nacieran pichones y los criaran.
La vida me alegra. Quizás nada me alegre tan profundamente
No me abalancé a intervenir para favorecer la decisión de las torcazas. Sin embargo, dejé de usar el colgador de ropa y mantuve la persiana abierta siempre a cierta altura. Aún así, sin ninguna razón aparente, repentinamente el casal abandonó la construcción del nido y no volvió a la ventana.
Y mi vida volvió a su normalidad.

2

En la primavera siguiente regresaron, con el mismo plan. Y yo sentí lo mismo que el año anterior. Quizás por algún sentimiento de culpa por no haber sido suficientemente buen anfitrión, esta vez les compré una cajita, la ajusté entre dos macetas y coloqué dentro un colchón de la viruta de madera que se usa para empacar objetos frágiles.
Era un nido ideal y las torcazas lo adoptaron de inmediato. La hembra puso dos huevos perfectos y se abocó a empollarlos sin contradicciones.
Todo anduvo bien los primeros días. La hembra no abandonaba el nido en ningún momento, yo me abstuve de colgar ropa que la asustara al moverse y volví a dejar la persiana estancada.
Una noche sonaron truenos y escuché el golpeteo de gotas sobre la persiana. Un aire fresco irrumpió dentro del departamento con el olor a lluvia, metálico y renovador. Los truenos se hicieron violentos y la lluvia creció en ímpetu, hasta que enloqueció. Llovía a baldazos. A la mañana siguiente la paloma no estaba y la caja tenía agua hasta tapar los huevos.
Todo se había echado a perder. Los huevos necesitan permanentemente el calor del cuerpo de la madre y allí en el agua fría, los embriones ya estaban muertos.
Otra cosa que debo confesarte, querido amigo Hernán, es la angustia que siento cada vez que rompo un huevo para cocinar, porque temo encontrar un feto. La idea de que muera una vida que está naciendo me causa un horror más allá de mí. No sé por qué siento esto. No soy vegetariano ni antiabortista ni nada de eso, es como una especie de trauma que no puedo explicar.
Con bronca, tiré el agua, tiré los huevos, tiré el nido, tiré la maldita caja. Me indignó ser tan tonto que no preví que aquello podía suceder.
Al año siguiente me duraba la bronca y cuando llegaron las palomas, las eché.


3


Se fueron asustadas —parecieran animales definidas por el susto—, pero al parecer no ofendidas, porque este año volvieron, y empezaron con todo exactamente como la primera vez.
Me agarraron paciente y sabio y les dispuse una red de alambre como base para que hicieran el nido. Ellas comprendieron y lo tejieron de modo consistente, que retendría el calor de la madre y dejaría escurrir el agua, si llegaba a llover.
La hembra puso tres huevos y los empolló con ese sacrificio que los varones jamás podríamos sostener.
Al principio estuve respetuoso, pero llegó un día en el que iba a espiar el nido a cada rato. Por alguna circunstancia, en esa época yo estaba más solo de lo normal. En general, mi tarea me obliga a la soledad, pero siempre tengo alguna invitación o algún mensaje que me demoro en contestar, de modo que siento que hay personas del otro lado de la línea. Esta vez no y las palomas torcazas eran mi única compañía. Además, no me pedían nada, no tenía que hablar con ellas ni había complicaciones de ningún tipo que tensaran la relación.
Nuevamente liberé el área de la ventana. Mis hijos están grandes, yo ya no haré nido, que lo hagan ellas.  
Estuve pendiente de la empolladura o del, para decirlo impropia pero exactamente, embarazo de la paloma. Ella me hacía compañía en mi vida como los chicos de Gran Hermano a las ancianas que viven solas.
Y he aquí que, aunque con el macho desaparecido, el embarazo fue llevado a término y tres pichones nacieron el día de mi cumpleaños.
Los pichones eran unas criaturas feísimas, como unos gusanos muy gruesos, oscuros y un poco recubiertos por una pelusa amarilla muy desagradable. No pude distinguir su forma.
A la tarde salí a hacer unas compras y al volver a la noche apenas me asomé a mirar presentí antes que ver, que algo andaba muy mal. La paloma no estaba. Instantáneamente supe que los pichones no aguantarían el frío sin su madre encima.
Pensé que la madre quizás volvería, pero pasaron los minutos, y al fin una hora, y otra, y no volvió.
A esa altura los hijitos ya debían estar muertos.
Si hubiesen sido más grandes, los habría criado, como crié muchos cuando era niño, pero estos eran demasiado pequeños.
Me sentí mal físicamente. Como si hubiese fumado demasiado. Bajé la persiana de un golpe. No quería saber más nada de aquello. Dormí mal, despertándome a cada rato tenso como un nudo apretado.
Cuando a la mañana levanté la persiana, estaba el nido pero no estaban ni la madre ni los pichones.


4


Tres días después volvió a aparecer el macho, con su arrullo para llamar a una hembra al nido del alféizar. Me cayó muy antipático; abrí la persiana hasta arriba, retomé el control del lugar.
¿Puede tu conocimiento, estimado Hernán, explicar qué fue lo que sucedió?
Y además,  ¿puede la ornitología echar luz sobre mi obsesión con los pichones y la crianza, este sentir que el amor de criar justifica la vida?
De mi abuelo se decía que era portentoso para que las gallinas pusieran mares de huevos, las chanchas parieran permanentemente lechadas multitudinarias, las yeguas y las vacas tuvieran siempre dos crías, todas robustas y espléndidas.
Su esposa, mi abuela, tuvo 15 hijos.
Mi madre alimentó en su vejez gatos, cada vez más, tantos que invadieron su casa de un modo siniestro.
Todas las personas de mi familia tienen esta locura.
Quizás el amor es un artilugio creado por la vida para perpetuarse.
Claramente la vida no tiene escrúpulos, carece de un signo ético. Su pulsión no es la bondad, ni el bien de los demás, sino el de continuar.
Para eso se vale tanto del amor como de la devoración de unas criaturas por otras, o sea, se vale del amor tanto como de la muerte.


EPÍLOGO

El último episodio con las palomas que relaté ocurrió horas antes de que yo hiciera un largo viaje.
Los días que estuve afuera pensé mucho. ¿Qué había provocado aquel desastre? ¿Habría sido un ave rapaz, de las que se alimentan de palomas? Nunca había visto ninguna cerca de mi ventana.
Podría haber sido una rata. Hace muchos años que no veo ratas en mi edificio, pero cerca del nido vacío había unos corpúsculos negros que podrían ser heces de rata.
¿Podría haber sido una pelea entre palomas, por el nido mismo?
¿O podría haber sido algún otro pájaro?
Como para confirmar mi intuición, en los días siguientes a mi regreso observé una mañana, que parado frente al nido con esa quietud irreal de los pájaros, había un benteveo. Su enorme y fuerte pico me recordó que se alimentan de insectos, y recordé que los pichones me habían parecido gusanos. También me vino a la memoria que una vez crié un pichón de benteveo con trocitos de carne cruda.
¿El crimen de los pichones podría haber sido obra de un benteveo, Hernán?
Como fuera, poco después la paloma había vuelto a anidar.
La normalidad parecía retomar su rutina, hasta que escuché unos aletazos violentos y al acercarme vi dos palomas peleando sobre el nido. Claramente eran dos hembras que se lo disputaban. La pelea se extendió por dos o tres días, al cabo de los cuales los dos huevos iniciales se habían convertido en cuatro.
Cuando una de las hembras quedó en el nido, habiendo echado a la otra, arrojó uno de los huevos fuera.
Tantas cosas habrían pasado, en tres o cuatro primaveras. ¿Qué habría que esperar ahora?
Pues lo que sucedió fue quizás lo más sorprendente: la hembra se clavó allí hasta que dio a luz dos pichones.
Y ahora mismo los está criando. Crecen vigorosamente, se vuelven muy grandes día a día. Ya empiezan a tener forma reconocible de palomas.
Ayer atestigüé una escena digna de un documental: volvió a aparecer el benteveo. Se lanzó contra el nido y la paloma erigió sus plumas como un puercoespín y defendió a los pichones con bravura.

Más tarde llegó mi hija. Le conté todo esto. Un largo relato, que quizás escuchó.
Al fin me dijo:
— ¿Por qué no le preguntás a ese muchacho con el que vas a yoga, el que sabe de pájaros?
Es una chica muy lista.
Luego se fue a la casa de su novio, y yo me puse a escribirte.