domingo, 18 de junio de 2017

Día del Padre del 17

Buenas. Aprovecho que te saludo por el Día del Padre para contarte de mi libro "Mariposa de Otoño". 
No hay forma de no tener padre.
Padre divino.
Padre que murió.
Padre panzón.
Padre culpable.
Padre tanguero o rockero.
Padre ausente.
Padre colectivero.
Padre enamorado de la madre.
Padre desaparecido.
Padre tarado.
Padre igual a mí.
Padre politizado.
Etcétera.

Bueno, feliz día a todos.
Feliz día si sos padre, feliz día si sos hija o hijo.

A mí me tocó Padre chino.






La editorial El Bien del Sauce acaba de publicar mi libro Mariposa de Otoño, en el que cuento de la reconciliación con mi papá después de veinte años sin vernos.
Fui a verlo a la ciudad donde vive,  Nueva York.



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Nueva York también es mi casa. Porque es la casa de mi papá y porque me crié allí.



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El reencuentro con mi papá tuvo el efecto de abrirme las puertas a nuestro país de origen, China.


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Esta imagen es de un DOCUMENTAL en el que la cadena oficial de televisión china cuenta mi llegada a Taishan, el pueblo donde nació mi papá en la provincia de Guangdong.
Taishan: 台山
Guangdong: 广东


Este es el documental (estoy entre los minutos de 18 a 22)




Hice un largo viaje exploratorio por las entrañas de China.

Eso puso muy feliz a mi madre, a quien afligía la distancia con mi padre.


 

Cuando regresé de China, mi madre murió.

Entonces volví a Nueva York, esta vez para decirle a mi papá que mi mamá había muerto.






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Escribí esta historia en varios relatos.
Son los relatos que están en el libro Mariposa de Otoño.




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A continuación van dos fragmentos del capítulo Una Navidad china en Nueva York, elegidos por el Día del Padre.


#\#>>> Jueves 19, 9.41
El lugar de mi viejo

Mi viejo tiene un local en el Chinatown de Manhattan. Antes era una casa de regalos, uno de esos bazares de los chinos en que se abigarra una variedad infinita de adornos, artefactos, herramientas, alhajas, trastos, juguetes y una multitud de cacharros misteriosos que nadie puede adivinar para qué fueron fabricados. Ni quién podría comprarlos.
De hecho, la cantidad inextinguible de chirimbolos, su variedad inagotable y su aplicación tan enigmática, quizá expliquen por qué los bazares chinos se parecen cada vez más, mientras uno avanza hacia sus fondos, a las cuevas donde los piratas de hace siglos han dejado el caos de sus botines.
Al final, se llega a una zona en que casi no penetra la luz y donde brillan unas últimas joyas que perdieron una tarde, jugando, las niñas de la noche de los tiempos.
Pero con decisión moderna, mi viejo dejó atrás aquel pasado legendario y montó una agencia de lotería. Los timberos entran y se sientan a mirar una pantalla en la que van apareciendo números. Cada cuatro minutos suena un trompetazo y los números se hinchan, saltan, cambian de color indicando que ha terminado la jugada. Los timberos arrojan las boletas del fracaso al piso y unos pocos han ganado unas monedas que corren a reinvertir en la próxima jugada. La lotería arroja un nuevo resultado ¡cada cuatro minutos!
Mi viejo llega al local caminando lentamente por las calles con hielo, desde el estacionamiento donde deja su auto. Pasamos por una iglesia ortodoxa griega, por un depósito de comida y una ferretería. De la ferretería sale un amigo con el que mi viejo
charla a los gritos durante un rato. Cuando han terminado mi padre me traduce: él le ha contado que soy su hijo y que he llegado desde Argentina, y el tipo le ha contado que en Argentina, cuando hay crisis, saquean los supermercados de los chinos. Finalmente llegamos a su lugar en el mundo, la agencia de lotería.
En la vereda están los paquetes de diarios que mi viejo venderá. Él abre la persiana metálica y las puertas, me pide que entre los diarios, los entro, les corta el cincho, me pide que los acomode en un exhibidor. Tiene dos empleadas chinas, una simpática y una reservada. Llegan minutos después de mi viejo, la más simpática con
cafés. Le agradezco el mío, trato de charlar un poco, pero no entiende inglés.
Luego nos ponemos a charlar un rato con mi viejo.
Me dice que no puede dejar el negocio porque no sabría qué hacer. «Me quedaría en mi casa mirando todo el día la televisión».


(…)

#\#>>> Domingo 22, 12.40
Sobre una pila de diarios
A cada instante entran y salen del negocio de mi viejo los hombres que compran billetes de lotería. Cuando están dentro, se sientan a mirar la pantalla.
Son unos tipos que andan con ropa barata y raída, de anteojos viejos y dientes marrones, y una expresión eterna de hastío y ofuscación. Resulta desconcertante decir que están jugando; nada más alejado del juego que esta escena.
No juegan, sólo se amargan porque no ganan.
No pierden lo suficiente para irse y no volver, pero cuando ganan, el premio no les sirve más que para solventar una parte de la próxima jugada.
Están encadenados al futuro inminente.
Una tarde escuché un grito fuerte. Alguien había ganado más de seis mil dólares y cuando me di vuelta y lo miré, no encontré en su cara una sonrisa de felicidad, sino de revancha. Le dije algo para celebrar el momento y no me prestó atención.
Juegan de a dos o tres dólares. No hablan entre ellos, no miran más que la pantalla y sus boletas, que al final de cada jugada arrojan al suelo. No les importa nada, olvidados de sí mismos, de sus amigos, de sus familias, de su trabajo. Han dejado su vida en algún otro lugar. Se han olvidado de que tienen una vida.
Son tipos eternos, están en un estado de transitoriedad permanente. Dentro de 300 años se los podría halar aquí dentro, en este lugar parecido a una estación de trenes de Yakarta o Manila atrapada en el tiempo. Seguirán con la misma mirada distraída e inquieta, sin disfrutar, sentados en las mismas sillas que mi viejo compró quizás en los 80 o en los 70. Mirando, con fijeza de alienados, las pantallas donde danzan los números.
Y mi viejo estará entonces, detrás del mostrador histórico, cobrando y pagando premios, con su gorra, sus anteojos de marco de carey, callando con los callados, intercambiando con alguno dos palabras rituales. Palabras en cantonés, filipino, indonesio o alguna lengua de un país desconocido para los occidentales, que creen que sus mapas son exhaustivos. El mundo tiene muchos más rincones de los que registran la televisión y las infografías, y en las tardes de la eternidad mi padre ha tenido tiempo de aprender sus insospechados idiomas.
Hacía trece años que yo no veía a mi padre. No tenía visa para entrar a los Estados Unidos, y no convencía a mi viejo de que viajara a encontrarme en un país donde podíamos entrar
ambos, México, Cuba, Inglaterra. El no saldría de Nueva York, del negocio, ni se movería de su lugar detrás del mostrador.
Conseguí venir finalmente, a pasar la Navidad con él, su esposa y su nuevo hijo. Mientras espero que llegue la Navidad, estoy sentado arriba de una pila de diarios acumulados sobre un cajón, al lado de él, detrás del mostrador.
Día tras día pasan las horas detrás del mostrador.
Le pregunté qué estaba organizando para el festejo de la Nochebuena.
— Nada —me dijo. — Nosotros no festejamos.
And so this is Christmas. Esta es mi Navidad con mi viejo.
Los dos sentados lado a lado detrás del mostrador. Con nuestras anchas caras de luna llena achatada en los polos, nuestras largas y erizadas cejas proyectadas como espinas y nuestra expresión de acritud eterna.
Dos días después de Navidad regresaré a Buenos Aires. Mi viejo quedará acá. Por el resto de los tiempos, parece.


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