martes, 25 de octubre de 2016

Tiempo pasado


— Sí, nos compramos un auto nuevo —me dijo Elena, mi ahijada.
Hablamos de autos, de marcas, de saber manejar.
Luego me contó:
— Mi papá me dijo que fuera a despedirme del auto viejo. ¡No sé qué quería que hiciera! ¿Se supone que debía hablarle, darle un beso?
— Tu papá ama infinitamente lo que pasó, y desprecia lo que sucede ahora.
Hace algunos años decidimos inventar una ceremonia en que nombramos a Elena mi ahijada, y a mi hija Irina, la ahijada de sus padres, Pablo y Mariela.
Ahora Elena tiene 20 años y cada lunes viaja desde Rosario a Buenos Aires a tomar un curso en la Facultad de Medicina. Llega a mi casa poco antes del mediodía, a veces almorzamos, luego va al curso y a la noche regresa a su ciudad.
Hablamos de los modos que tienen las personas de conservar las cosas.
— Para algunos, las cosas se vuelven parte de su cuerpo.
— De su afecto.
— Claro, es difícil tirar a la basura un regalo o un recuerdo en que está depositado el amor.
— Pero no se puede guardar todo.
Elena se divirtió cuando le conté que mi hermana tiene dos celulares inutilizados porque ha excedido la capacidad de las memorias guardando fotos. Ni siquiera las quiere pasar a la computadora.
Nunca antes había venido sola. Y estas son las charlas más largas que hemos tenido en nuestra vida. Sin embargo, anda por la casa como si hubiese vivido siempre aquí. Ayer se puso a lavar los platos como si nada, no para que yo la viera, sólo porque después de comer se lavan los platos. Y más tarde vi que había repuesto el papel higiénico. Tuvo que buscar bastante en el lío que tengo para encontrar los rollos.
No sé si sabrá la infinita familiaridad que me causa esa confianza que siente con mi casa.
Me derrite cualquier soledad como todas las sombras desaparecen y pareciera que nunca existieron, cuando abrís la ventana de par en par a la hora en que el sol brilla a pleno.
No hay necesidad de retener nada cuando las cosas son así.












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