martes, 16 de agosto de 2016

En el aire

Acompaño hasta el Aeropuerto de Ezeiza a una amiga que se va a México. 
Los dos solos. 
Ella contenta porque uno la acompaña. 
Es largo, el viaje a Ezeiza. 
Hay tiempo para charlar. Contarse cosas. 
Le cuento que cuando tenía 19 años, a veces me tomaba un colectivo de línea hasta ese aeropuerto. Tardaba como tres horas. Pero uno era joven. El tiempo rebalsaba por todas partes. 
¿Y para qué iba?
¡Qué paseo!
Me gustaba. 
Charlamos, solos entre tanta gente. Tomamos una cerveza.
Al fina, la amiga se va. 
Deseo que sea feliz, en México. Deseo que tenga una buena vida. 
Cuando ya se ha perdido por una puerta con policías, me dispongo a tomar el transfer para regresar al centro de Buenos Aires. 
Pero tengo un arranque. 
Busco otro camino. Necesito andar. La amiga se va, no es un momento como cualquiera. Necesito hacer algo, no sé qué. Regresaría caminando. 
Mejor aún, encuentro un colectivo que me lleva a una estación de tren remota. Allí podré tomar el tren a Constitución. 
Andaré por barrios que nunca conocí. Que no podré ver, a esta hora de la noche. Lugares cuyos nombres no aparecen en el diario. 
¿Cuánto voy a tardar?
No sé, una vida. 
Una vida para regresar a mi casa. 
Ando mucho. El colectivo vacío. Las calles sucias. Las casas pobres. Tomo un tren frío, con algunos pasajeros perdidos. Van como troncos en la semipenumbra. 
Pasan las estaciones, todas iguales. Todas desiertas. 
Llego a Constitución a media noche. 
Conozco a Karen y a Facundo en un puesto de comida solitario. 
Tienen la cumbia fuerte. 
Les compro un pancho. 
Charlamos. Se ríen. 
Los dejo. 
Sigo camino. 
Mi amiga ya debe estar en el aire.



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