martes, 16 de febrero de 2016

Regresando a casa en la noche


                       

Fui a cenar a la casa de mi amigo el crítico de teatro. El calor no da tregua este verano. Estábamos los dos por el piso.

Luego me he vuelto en la bicicleta. La bicicleta me da alas en la ciudad, aunque de noche, entre los autos que las personas lanzan por las calles a toda velocidad, siento mucha inquietud.
Intimidado en la oscuridad, entre luces ocasionales, andando repasé lo que hablamos con Camilo. Le conté que desde hace dos o tres días siento que la realidad se me ha vuelto despiadada. Lo expliqué por la reciente muerte de mi mamá. “Era la única persona para quien, en alguna instancia, yo era más importante que ella”.




Luego le dije: “eso se va disolviendo. Se va desintegrando ese amor, sólo va quedando la crudeza, la falta de piedad. Entre yo y el precipicio de la muerte ya no se interpone nada”.

Más tarde pensé que tal vez ese amor se va corrompiendo al mismo tiempo que el cuerpo de mi madre, y recordé la comida del rostro asado, en Bolivia. Se celebra a los ocho días de que es enterrado un familiar; sobre las brasas se coloca una cabeza de vaca o llama y se la deja allí. En algunas horas los ojos estallan, lo que indica que la cabeza ya se puede comer. Quien me contó de esto me explicó el significado del rito: a los ocho días los ojos del muerto estallan dentro de la tierra.
En el camino vi una academia de idioma Esperanto, una ambulancia que esperaba salir a atender alguien enfermo o accidentado, un bar cerrado y unos skaters. 











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