lunes, 31 de agosto de 2015

El amor en la cocina


Clark es el actual marido de mi mamá. Un gigantón de 160 kilos de músculo, que hace asado todos los días, con unas manos que no necesitarían mayor esfuerzo para arrancarle la cabeza a un perro mediano y que hace unos meses se desplomó de un techo —se partió el cráneo y seis costillas, y resquebrajó el piso.
Mi mamá lo cuidó hasta que sanó y hace unos días Clark cuidó a mi mamá, que estuvo en el hospital internada por una crisis cardíaca y respiratoria que casi la mata. Han hecho una buena pareja. Son compañeros como dos perros.
Una tarde Clark salió de visitar a mi vieja en terapia intensiva con los ojos rojos: mi vieja la había dicho que en toda su vida nadie había estado junto a ella como él. Luego él le propuso, cuando ella tenía una pata del otro lado y más bien la conectaban con este mundo las mangueritas y los cables, que tenían que mudarse, comprarse un lugar para ellos solos, un lugar lindo, sin gatos, sin mugre, sin la sobrecarga de trastos y pasados que estorben, enreden y maniaten. Fue una gran jugada. Estoy seguro de que esa propuesta sacó adelante a mi mamá mucho más que la medicina.
El cotidiano que llevan en la cocina, tomando mate, charlando con la tele prendida y el loro en el patio, es lo más parecido que he conocido a la eternidad. Sin embargo, se mueven. Un día llegué a visitarlos y resultó que se habían casado. Un cura amigo de Clark al que habían recibido cuando fue a ver a la Virgen, desplegó el sacramento allí mismo, en la cocina. Clark se paró, mi mamá se secó las manos con el delantal, se pusieron juntos lado a lado y el curo hizo el ritual más tercermundista del que tengo noticia.
Yo, que había creído que mi mamá acabaría su vida sola y renegada, enfrascada en los chalecos de sus neurosis, tiene el amor y la vida más linda entre las personas de nuestra familia.
Es algo que me da mucha esperanza.

Bravo por Clark y por Louise.






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