sábado, 6 de diciembre de 2014

Funda de cuero

Lo que más le gustaba de la vida pública era ir en el asiento delantero del coche de caza entre Mthuka, que conducía, y yo. Siempre se sentaba muy tiesa y miraba al resto del mundo como si nunca los hubiera visto hasta entonces. Algunas veces hacía una cortés inclinación de cabeza a su padre y a su madre, pero otras veces ni los veía. El vestido, que habíamos comprado en Laitokitok, ya estaba muy ajado por delante de sentarse tan tiesa y el color no resistía los lavados que le daba a diario.
Habíamos acordado comprar un vestido nuevo. Para Navidad o cuando consiguiéramos el leopardo. Había varios leopardos, pero éste tenía una importancia especial. Por ciertas razones, para mí era tan importante como para ella el vestido.
    Con otro vestido no tendría que lavar tanto este —me había explicado.
    Lo lavas tanto porque te gusta jugar con el jabón —le repliqué yo.
    Quizás. Pero ¿cuándo podremos ir juntos a Laitokitok?
    Pronto
    Pronto no sirve —dijo ella.
    Es todo lo que tengo.
    ¿Cuándo vendrás a tomar cerveza por la noche?
    Pronto.
    Odio la palabra pronto. Tú y pronto son unos hermanos mentirosos.
    Entonces no vendremos ninguno de los dos.
    Tú ven y trae a pronto contigo.
    Lo haré

Cuando íbamos juntos en el asiento delantero del coche le gustaba tocar el relieve de la vieja funda de cuero de mi pistola. Era un dibujo de flores muy viejo y gastado y ella repasaba el dibujo cuidadosamente con los dedos y luego quitaba la mano y apretaba el muslo con fuerza contra la pistola y la funda. Y entonces se sentaba más tiesa que nunca. Yo le daba un golpecito muy suave con un dedo sobre los labios y ella se reía y Mthuka decía algo en kamba y ella se sentaba muy estirada y apretaba el muslo más fuerte contra la pistolera. Mucho tiempo después de haber empezado con esto descubrí que lo que quería, entonces, era que el repujado de la pistolera le quedase impreso en el muslo.

(Al romper el alba, E. Hemingway)









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