jueves, 27 de noviembre de 2014

The Cloisters, New York Uptown


Me dijeron que moriré pronto. Como si en la línea del resto de mi vida, trazada larga por mi esperanza, no disparatadamente larga, que la extendiera hasta los 105 años, pero sí optimista, un buen abuelo feliz, como si en toda esa línea el maldito médico del que se disfraza la Parca, hubiese clavado el índice demasiado, demasiado cerca del principio.
Lo mandé a cagar.
Lo ignoré, lo desprecié.
¿Y qué? Me voy a morir garchando, de fiesta, de frula.

Entonces el viaje largo para ver a mi Viejo, avanzado él en la línea suya, pero ambicioso, vibrante, con los ojos bien abiertos. Me trata bien, me quiere, me hace chico de nuevo, como cuando me levantaba antes del amanecer y me llevaba hasta el arroyo a pescar, bajo la morera, y el agua se hacía irreal cuando reflejaba la primera luz metálica que se encendía lenta e implacablemente en el cielo.
Quizás me quiere más ahora. Los años le limaron algunos vértices cortantes, ha comenzado a usar adjetivos. Miro adentro de sus ojos: no tiene la mínima sospecha del dedo huesudo señalando una fecha que está antes del final de su línea.
Mejor así.
Hoy pasamos un buen día. Como aquel italiano: "comimos... nos tiramos pedos... cogimos... ¡Qué domingo pasamos, ¿eh?!"
Fuimos a The Cloisters. Nos congelamos en el divino parque junto al río, con un viento que atacaba con una caballería de cuchillos de acero, pero luego, dentro del edificio medieval donde está el Museo, el clima era acogedor.
La despiadada crueldad del invierno del 14 en Nueva York se olvidaba con la instantaneidad con que se olvida un sueño a la mañana, apenas era uno atrapado por el alucinado laberinto del Medioevo, hecho de ángeles, Jesucristos torturados, dragones, Vírgenes María, corderos, santos, reyes, Epíritus Santo, caballos, cruces, discípulos. Mi padre chino estaba parado frente a una Piedad, hecha de una Virgen teutona pálida, con una cabeza enorme y una expresión de dolor que rayaba con el ridículo, y un Cristo famélico, de costillas que le estiraban el cuero y el cuerpo revestido de laceraciones sangrantes. Me vinieron a la mente las escenas de aquellos emperadores chinos que, sabiéndose los soberanos del mundo, recibían a los viajeros europeos de la época de esta Piedad. Los consideraban bárbaros, una raza inferior, brutos. Y fue con esa brutalidad que los europeos tuvieron su embate sobre el mundo, y atropellaron a los chinos. Pero quizás la brutalidad engendra su propio fin inminente, y así los brutos occidentales ya están viendo el ocaso de su breve dominio ejercido con el terror, la explotación y la muerte durante tres o cuatro siglos, contra miles de años en que las dinastías chinas han marcado el latido de la Humanidad. Y ahora están recuperando ese lugar.

En fin, en The Cloisters la realidad se había hecho extraña antes de llegar a la segunda sala y el estado de fantasía profusa se iba materializando hasta que el disparate, el horror, la santidad y el milagro se hacían normales, como si uno nunca hubiera vivido en un mundo diferente a este.
Delante de un retablo labrado por decenas de manos durantes decenas de años, y sobre un altar, igualmente profuso, había tres bustos de mujeres. Las tres esculturas tenían esa calidad que sólo consiguen los artistas que conectan con otro estado de cosas: la vida las ponía al borde de la acción. Pestañearían, su respiración se percibiría, harían un gesto con al boca. A uno le crecía el temor de que empezaran a hablar.
Me encontré solo frente a ellas —no había otro visitante del museo y mi padre se había quedado estudiando la composición del jardín, lo único que le había parecido interesante.
Contemplé los bustos fascinado, preguntándome qué los hacía tan intensamente vivos. Observé que a través de los vitrales les llegaba oblicua la luz de un sol medio dormido, suspendido cerca del horizonte en un cielo vacío. Era la luz perfecta para darle forma a las mujeres, el altar y el retablo labrado con locura, y era una luz que no existiría más que unos pocos días al año, porque el sol cambiaba rápidamente de posición día tras día, y además el cielo debía estar despejado, y probablemente la temperatura debía estar tan inusualmente baja como en este día.
Quizás era la singularidad del momento lo que hacía vivir las esculturas. "Un conjuro del tiempo dará vida a lo que una vez la tuvo y luego fue absorbido en las entrañas de la muerte".




 




 


Nos fuimos de allí.
Nuevamente atravesamos el parque cuyo viento maléficamente frío nos helaba los pies dentro de las botas y las manos dentro de los guantes, y nos impedía hablar porque había hecho rígidos los músculos de nuestras caras.
La caminata de quince minutos fue un suplicio, pero al fin nos devolvió a la realidad de todos los días y cuando llegamos a la estación de subte el estado de magia medieval ya había quedado encapsulado dentro del edificio.

Anduvimos por la ciudad.
Visitamos a los cuñados de mi viejo en su panadería, fuimos a comprar un teléfono celular, pasamos por la ferretería de unos amigos. Tomamos para acá y para allá el subte, todo el tiempo charlando, de China, de Argentina, del presidente Obama, de los antiguos amigos de mi viejo que yo recordaba, de su relación con mi mamá, de la casa que se compró en Queens, de la vez que volvió a Hong Kong, de mi nuevo trabajo. Vimos en la estación de la calle 42 a un chinito de unos diez años tocando en un teclado, muerto de frío, una melodía de Tchaikovsky, con su papá cerca, los dos vestidos como inmigrantes recién llegados, ambos iguales, zapatillas sin medias, gorro de lana negro, campera inflada, negra la del nene, roja la del padre; ambos impasibles, sin expresión en la cara.
La virtuosidad con que tocaba el chico era asombrosa. Una enorme cantidad de gente se había congregado, y cuando terminó recibió una ovación maciza.
Y cuando bajamos las escaleras y estábamos en la plataforma esperando el tren, en un banco con lugar para cuatro personas, vi sentadas a las tres santas de la Edad Media. Estaban iguales de blancas y eran iguales de misteriosas e incitantes, salvo que llevaban el cabello y la ropa de hoy, las tres de negro, y sus expresiones eran menos duras. Se hablaban en voz baja y sonreían.
Mi padre me vio paralizado, como si ahora que ellas estaban vivas yo me hubiese transformado en piedra.
— ¿Qué? —me preguntó, y recordé que él no había visto los bultos.
— Nada —le dije. Quiso que siguiéramos caminando, pero yo no podía apartarme de las mujeres.







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