miércoles, 8 de octubre de 2014

No es suficiente


En poco tiempo la ciudad se llenó de malabaristas de las esquinas y de los subtes.
Había de dos tipos. Unos eran jóvenes de los 90, globales étnicos, lúdicos, new age, neohippies, descontracturados, contestatarios desde la cultura alternativa. Otros eran pobres, los niños mendigos de siempre, reconvertidos en consumados artistas de destreza asombrosa. La ciudad ganó así un tinte general de circo, con esa cosa emparejadora que tiene el circo, donde los más pobres son los que le ganan a las fieras, a la altura, enfrentan el ridículo y la torpeza.
Hace ya mucho de esa época inicial, quizás 20 años. Pero hace unos días encontré en una esquina un muchacho muy alto, que daba ligeramente el physique du role de los malabaristas por lo flaco, y ciertamente llevaba el uniforme correspondiente, pero no tenía esa fibra que caracteriza a los hábiles, y era demasiado grande. Tenía una panza redonda como una pelota de fútbol y se movía con un atolondramiento que daba mucha pena. Su atuendo de semipayaso enfatizaba su ridiculez. Así estrafalario, aparatoso, se plantó frente a un auto detenido por el semáforo y tras un titubeo largó al aire una muchedumbre de pelotas que se enredaron, entrechocaron y perdieron, haciendo su voluntad sin ningún orden. El alargó desesperado las manos abiertas hacia ellas, como si quisiera atraparlas a todas juntas, y en un instante estaban todas en el piso. Hacia allí se abalanzó, patético. Las levantó, se metió algunas en el bolsillo de su pequeño saco verde que le apretaba en todos lados, meneó la cabeza indignadamente, hizo el amague preparatorio y lanzó al aire, ahora sólo tres bolas. El resultado fue el mismo. Corrió humillado las bolas que se escapaban rondando en direcciones opuestas. Se guardó una bola e intentó con dos. Tampoco tuvo éxito. Las bolas no le obedecían. Trató dos veces más, con el mismo resultado. Finalmente, fracasado, renunció y caminó cabizbajo, sin pedir nada a los automovilistas, a sentarse en la vereda.
Y he aquí que cuando el semáforo volvió a detener los autos, volvió a intentar. Naturalmente, le fue horrible. Pero volvió a la carga todo el rato que estuve observándolo. Y no mejoraba.
No mejoró. Me fui de allí un poco admirándolo porque al fin no abdicaba.

Hoy me quedé otro rato mirando a un viejo, y de a poco me fue haciendo acordar al Malabarista Indeclinable.
Era en una parada de colectivo. La gente hacía la cola desde el poste que tenía arriba el número del colectivo que paraba allí, y el viejo estaba apartado. También miraba el fondo de la calle, como los demás, con esa especie de fe en que el colectivo vendrá si se mira con mucha ansiedad el lugar por el que debe aparecer. Sin embargo, no se ponía en la cola. Era muy, muy viejo. Tenía un sobretodo que le quedaba tan grande que parecía no tocarle el cuerpo, como esos hermanitos vestidos con la ropa de los más grandes. Fácilmente se podía adivinar el menudísimo cuerpo que tenía perdido allí dentro. También tenía unos zapatos muy grandes, y enormes las orejas. Y tenía unos ojitos de mamífero pequeño, sin expresión.
En fin, al rato llegó el colectivo, la gente empezó a subir, y el viejito miraba el colectivo en silencio y no se movía. Pensé que esperaba a que toda la gente subiera, que quizás le molestaba el amontonamiento. Pero cuando empezó a moverse, ya el colectivo arrancaba. Alzó la mano sin mucha convicción y el colectivero aceleró. Se había perdido el colectivo. Perdió el timming, perdió el bondi, pensé.
Otra vez empezó a formarse una cola y él, que podría haber estado primero, se quedó en el mismo lugar, apartado. Ahora la cola llegaba hasta él. Alguien le preguntó “¿está en la cola?”, y él no contestó. La cola le pasó por el costado. Y cuando llegó el colectivo, otra vez esperó a que subieran todos y recién entonces empezó a moverse, con una lentitud exasperante. El segundo colectivero tampoco le hizo caso.
Un tercer colectivero lo miró, lo esperó unos segundos, pero como el viejo se movía tan despacio, que quizás tardaría horas en llegar, arrancó y se fue.
Con el siguiente sucedió lo mismo que los primeros. ¿Cuánto tiempo se quedaría allí el viejo? ¿Estaba loco? Quizás.





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