lunes, 12 de mayo de 2014

La hija del anarquista


Tengo en un taller una viejita de esas que es imposible sustraerse a las ganas de abrazarla y mirarla. Hoy trabajamos con una crónica de Hemingway sobre los fascistas y al terminar el encuentro me vino a contar que su papá era anarquista. Yo sabía de él por una novela de Bayer. Fue un anarquista fuerte. Cuando conocí el pensamiento de los anarquistas se me prendió fuego la cabeza, como ellos querían que ardieran las iglesias —y yo que había sido un católico empedernido. Luego, cuando empecé a tratar a los anarquistas de carne y hueso en la Biblioteca José Hernández fui descubriendo algo mucho más maravilloso que la lengua de fuego de Bakunin: que las ideas salvajes, bestiales, intransigentes hasta la irracionalidad que tenía aquella gente de igualdad y compañerismo se les hacía carne en su vida. Yo descubría hasta qué punto el cuestionamiento que hacían de la propiedad privada había corroído su sentido de la posesión, por ejemplo. Observaba cómo realmente sentían como un igual a cualquiera, perdido todo sentido de las jerarquías. Y notaba que eso, que provenía de un optimismo y una fe casi inocente en la Humanidad, los hacía mejores personas. Personas decentes. La viejita de esta mañana está tallada con esos sentimientos que surgieron de aquellas ideas. Es una persona idealista, confiable y hermosa.



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