jueves, 6 de marzo de 2014

Celia López


Vi tan bien a Celia López en el cumpleaños de su novio, Adolfo.
Me llevé la sorpresa del siglo cuando me enteré de que eran novios. Fue cuando mi hermana me organizó una fiesta sorpresa en San Nicolás para festejar mis 50 años. Entré a un salón y allí estaban, como en All That Jazz, como en los instantes antes de la muerte, todos los personajes de mi vida en la ciudad donde nací. Estaban el escritor, el periodista de televisión, la empresaria, el bohemio, la maestra, el bon-vivant, el pintor, el químico, la ingeniera; quienes se habían ido, como yo, y quienes se habían quedado, personas que sería ocioso decir que quiero mucho, porque son parte de mi vida; puedo decir "me quiero", "me odio", pero es irrelevante, porque no por quererme más me veré con más frecuencia, ni por odiarme mucho dejaré de frecuentarme.
Muchos de aquellos amigos son de la niñez y de la adolescencia. Con Adolfo éramos parte de una barra desde que empezamos la escuela secundaria, y nos hicimos amigos de Celia cuando elegimos la orientación de Química. Luego Celia se puso de novia con otro de la barra, Juan Carlos. Fueron novios históricos y al fin se separaron, y entonces Celia se enamoró de otro amigo, Iñaki. Con él se fue de San Nicolás hizo una vida, se casó, tuvieron cuatro hijos, los criaron hasta grande, y un día Iñaki se mandó a mudar.
Por su parte, Adolfo, quien se quedó siempre en la ciudad, se casó joven con Angie, con quien tuvo dos nenas, se separó, tuvo un par de parejas, luego volvió a hacer pareja en San Nicolás y tuvo más hijos. Entre los suyos, los de la segunda esposa y los de los dos, anda con una nube de descendientes.
Yo creía que Adolfo seguía con su segunda esposa, pero he aquí que me lo encuentro, feliz como un inocente, abrazado a Celia el día de mi cumpleaños. Me dio tanta alegría que me abstraje de la fiesta y de los demás. Los abracé, quería saber más de ellos, quería saber todo. Me parecía una historia fascinante.
Celia, Adolfo y yo, con Juan Carlos y otros, estábamos juntos todos los días hace 35 años, y ahora ellos continuaban aquella pasión por estar entre nosotros.
Me ponía feliz, también, sentir la vitalidad impecable de Celia. Anoche, en el cumpleaños de Adolfo en un bar, estaba en todo. Había hecho las tortas, el mozo del boliche le preguntaba a ella cualquier cosa, había llevado a una de sus hijas, hablaba con todo el mundo, besaba a Adolfo todo el tiempo, estaba radiante, llevó a todo el mundo a bailar, "menos pizza, cerveza y charla, viejos gordos, el cumpleaños se festeja bailando!"
Sentí que está en pleno ascenso subiendo como un cohete.
"Mirá lo que es", me dijo Adolfo, señalándome a Celia, que bailaba riéndose, "¡es una pendeja!" Y sí, tenía la energía plena de ser joven.
Pensé que Celia está en el mismo momento magnífico por el que atraviesa Mariela, la mujer de Pablo, otro de aquella barra. Me pareció razonable que le hagan tanto bien a quienes tienen alrededor y aman.
Siempre observo cuánto tiene una persona para dar. Es una medida de su vida, un resultante, el fruto. Se vive de tal manera que al momento presente se es capaz de dar tal o cual cosa, tanto o nada.
Y estas dos chicas están en la cumbre.









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