martes, 20 de agosto de 2013

Viaje a Corralco



En el avión viaja un hombre de unos 60 años, muy bajito, la piel muy oscura, cada parte del cuerpo es tronco tallado a hachazos, incluso las manos, incluso los dedos. Y en todos los dedos lleva un anillo grande, también tallado a golpes, y lleva cadenas colgadas del cuello y el flequillo hacia adelante, y unos lentes oscuros muy estrafalarios. Lleva su aspecto sin vergüenza y sin soberbia; simplemente se siente bien siendo lo que es. No entiende muy bien los códigos del avión; cuando la azafata le acerca la bandeja para que la ponga en su mesita, no ha desplegado la mesita y comienza a tomar la comida y utensilios dispuestos sobre la bandeja. Finalmente ha entendido, y cuando ve que las azafatas recogen las bandejas, se apura a meter todo en su bolso. Cuando llega la azafata, le da la bandeja pelada.


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El hombre tallado va en mi misma fila. Entre él y yo hay un muchacho. Deben ser compañeros de trabajo. El muchacho lo asiste sin esa obligación que se siente ante los parientes. Yo me he desgajado del grupo con el que viajo. La coordinadora del tour me los presentó en el aeropuerto. Algunos son periodistas, otros operadores de viajes. Cuando se anunció que el vuelo se retrasaría una hora, los operadores tomaron la iniciativa de ir a tomar un café juntos. Fui porque no hacerlo hubiera sido un gesto antisocial, y además no me gusta perderme las cosas. Sin embargo, ya no puedo oír qué dice la gente cuando conversa, y de todos modos me quedo afuera. Extraño: mi sordera física coincide a la perfección con una convicción interna de que no es necesario que ande no perdiéndome cada cosa que se dice, que no es necesario escuchar más que aquello en que me entiendo con otra persona.

  

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No estar en todo, no decir algo incitante, algo profundo, algo provocativo y divertido sobre las cosas que se dicen, me hacen otra persona. Sordo, soy otro. Callado, creo que resulto un taimado, alguien de quien desconfiar. No me gusta ser así, quiero ser el pìbe bueno, pero por otro lado algo me dice que no es tan inapropiado este nuevo yo. Algo está en orden.


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Desde Temuco viajamos por la impecable autopista 5SUR, entre colinas reverdecidas en invierno. En medio de un bosque se abre un  pastizal plano, y en medio del pastizal hay una gran vaca de vistoso blanco y negro. Recordaré la blancura de la vaca una mañana, cuando abra la ventana de la habitación del hotel y aparezca ante mí un día de sol espléndido y el volcán tapado de la nieve que cayó durante toda la noche.
En un tramo nos acompaña un arroyo tan manso como un bañado. Aquí y allá hay casas chatas, con animales afuera, todas con el techo a dos aguas que es necesario en esta zona donde el Océano Pacífico descarga en lluvias eternas su agua infinita.
Salimos de la 5SUR a la altura de Lautaro, uno de los pequeños pueblos que duermen al costado de la ruta. Lautaro es pobre, tiene las casas y nada más, pero hay Botillerías y un Restaurante La Amistad.
Desde Lautaro tomamos una ruta que ascenderá a la Cordillera de los Andes. No será un difícil camino de montaña, sino una ruta tranquila que dejará vistas panorámicas a valles gloriosos y cruzará arroyos por los que corren aguas heladas. Así llegaremos a otro pueblito humilde, Curacautín, que tiene en la entrada un caballo de metal y a la salida un puma de metal junto a un árbol de metal, pero sobre un viejo tronco natural.
Pasado Curacautín empezaremos a andar entre montañas mayores. Al pie de las montañas hay una masa de árboles cuyas copas secas forman un manto morado. Más arriba otros árboles permanecen verdes; sobre ellos se ha espolvoreado la nieve. En el filo de las alturas, recortadas negras contra la luminosidad blanca del cielo, aparecen las siluetas de las araucarias.


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El contingente estrena el hotel. Mi habitación huele a madera recién cortada. Las mucamas nos saludan con francas sonrisas. Hay detalles muy buenos y cosas que aún no funcionan. Pienso que volveré aquí en 30 años y recordaré que fui el primero en dormir en la habitación 211.




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Luego de la cena en que he pensado aquello de mi nuevo yo, el sordo poca onda, vamos a tomar algo al bar. De algún modo estamos aislados aquí. De hecho, la nieve cae profusamente y alguien ha deslizado que si sigue nevando así, no ve muchos recursos para salir del hotel. En el bar se pasan las horas. Ya sé quién es cada uno del grupo. Los he identificado, he entendido qué hace, de dónde viene, quién es, en un paseo que hicimos apenas llegamos. Fue una caminata por la nieve, en el bosque de araucarias. Una pequeña aventura, que terminó de noche y con un viento desatado que nos arrojaba la nieve sobre la cara como si fuera arena. Ahora, en el bar, noto que una de las chicas se ha sentado cerca de mí. Me mira cuando hablo, sonríe. Debo haber hecho ese personaje que habla de otros lugares, de otras vidas, de las cosas que ha pensado en el camino, pese al Sordo de Mierda, y ahora esta chica quiere escuchar más. La observo. Es muy bonita. Pero no puede compararse a Victoria. Nadie puede compararse a Victoria. Nadie me gustó tanto. El Sordo es solo sin ella.

 


Doña Margarita

Siguiendo una tendencia internacional, una de las excursiones que ofrece el Hotel Corralco a sus huéspedes incluye un contacto con los pintorescos, rústicos y encantadores nativos. Visitamos en el pueblito de Malalcahuello a Doña Margarita, que vive en una casita humilde, con tres de sus diez hijos, que le han dado 47 nietos y bisnietos, "y un tataranieto que viene en camino". Nos recibe con una mesa con mantel de hule, sobre el que se amontonan panes recién horneados, mermeladas que hace ella, un pote de manteca, de plástico, lleno de una pasta de ají muy picante, diferentes galletas, quesos, fiambres, y una fuente de sopaipillas calientes. También nos traen para que probemos piñones, los frutos de la araucaria, base de la alimentación de los indios del lugar.
Doña Margarita cuenta que llegó a Malalcahuello hace 45 años. Debieron irse de donde estaban "porque a mi marido le gustaba demás el vino". También cuenta que malcría a sus bisnietos. "Aquí están de vacaciones de sus padres. A sus padres les prohíbo que les peguen adelante mío, les digo que si les pegan, ya les voy a dar yo a ellos".
Dice otras cosas, pero no llego a escucharla. Seguramente no dirá nada más interesante. O sí, pero bueno, tampoco los que escuchan muy bien llegan a enterarse de todo. Todos construimos la realidad con algunos datos, que tejemos con pensamientos que les dan significado. Todo lo que captamos de algo está tramado con imaginación e inferencias.




Cutral Nahuel y la princesa

Llegamos a un salto de agua. El guía del paseo nos dice que es la cola de un caballo blanco. Narra el origen: Hubo una época en que corría por esta región un fabuloso caballo blanco, con los bríos de un trueno, un tamaño descomunal y una inteligencia mayor que la de los hombres. En ese mismo tiempo se hizo también legendaria la belleza de la única hija del mayor cacique. La princesa se enamoró de un hombre, pero el padre prohibió la relación porque se trataba de un abominable mestizo. Como la hija se rebeló y persistió en su amor, el padre anunció en toda la comarca que daría a su hija en casamiento, entregándola a aquel valiente y diestro varón que le llevara el caballo blanco. La hija era tan deseada por aquella gente como el caballo. Los hombres se lanzaron a la caza del animal. En todas partes se los veía, día y noche, acechando a la presa. Nadie pudo acercársele, ni nadie lo vio reposando. Sólo veían una ráfaga blanca entre los árboles de un bosque, o escuchaban y sentían en la tierra el temblor tremendo de su galope, pero no lo encontraban, o aparecía, resplandeciente, formidable y salvaje, corriendo por un valle nevado, a lo lejos. Durante semanas los hombres se entregaron con pasión tenaz al deporte de perseguirlo. El caballo parecía disfrutar del juego, que jugó mejor que nadie, y así los cazadores fueron desistiendo. Al final sólo quedó un puñado de hombres perdidos, y aún ese grupo fue deshojándose hasta que sólo quedaron dos hombres, el mestizo y el conocido como Cultral-Nahuel, el Puma de Piedra.
Una noche de frío infernal, en medio de una tormenta que había desatado sobre el mundo los vientos del más allá, vientos que partían los árboles milenarios, congelaban las aguas de los lagos y llenaban hasta el cielo el aire de nieve, del interior de la boca de la oscuridad salió Cutral-Nahuel arrastrando y castigando al magnífico caballo blanco. El cacique observó la cara del hombre, una cara horrible, tan fiera como la de un muerto que se niega a abandonar el mundo y tan dura como la piedra a la que los golpes no marcan hasta que se parte en bloques. Sólo un ser tan horrible podía haber tenido la voluntad inquebrantable que era necesaria para imponerse a una criatura indomable como el caballo blanco. El cacique entendió en el instante en que vio a aquel hombre brutal, la inteligencia con que había actuado el destino, primero dando vida al caballo gigante, como anuncio, y luego llevando al mestizo a aquel país, como excusa, para que fuera aquel hombre quien lo sucedería como monarca, casándose con su hija.  Los años venideros de su pueblo estaban asegurados luego de su muerte, de la mano de aquel rey de piedra.

 

Pero los humanos una y otra vez desafían al destino, desvían sus aguas llevándolas hacia cauces rebeldes. Lo que sucedió entonces fue que la princesa y el mestizo, desafiándolo todo, quebrantando las leyes, huyeron juntos. Cutral-Nahuel volvió a demostrar su determinación y pidió al cacique que le ordenara ir tras ellos. "Encontralos, matá al mestizo y hacé que mi hija engendre de tu hombría un hijo de nuestra raza".
No tardó en dar con ellos. Dormían entre una familia de araucarias jóvenes. Despertaron al oirlo llegar y trataron de huir. El los atacó sin piedad y los acorraló contra un precipicio de piedra desnuda. Junto al abismo, los amantes tomaron la decisión tremenda de arrojarse al vacío. El grito de Cutral-Nahuel fue tan atronador que volaron las rocas por el aire y quedó un agujero. En un milagro inexplicable un río de agua llegó hasta allí y se precipitó por el hueco hasta el fondo, bendiciendo  los cuerpos que ya no tenían vida, pero que estarían unidos en el otro mundo, y formando una cascada blanca igual a la cola del caballo, que recordaría esta historia a las generaciones por venir.

   


Las araucarias del volcán

Con una luz pesada, velada ya de oscuridad, salimos de excursión, acompañados por tres jóvenes guías entusiastas de la ecología y los outdoors. "Vamos a hacer una caminata hasta una araucaria milenaria, explicó uno de ellos. Daremos un paseo por el Parque Nacional Malalcahuello, que es el patio del Hotel Corralco".
Las araucarias fueron los árboles reyes de la Patagonia andina. Los hombres llevaron luego los pinos, que se extendieron rápidamente y, en lenguaje botánico, "compitieron" con las araucarias. He visto territorios de araucarias; en ellos asoman las descomunales rocas de las entrañas del planeta, el suelo está quebrado por todas partes, hay una sensación abrumadora de que recientemente ha ocurrido una catástrofe. Con las araucarias hay barrancos gigantes, agujeros de los que manan chorros de vapor, lagunas de aguas que hierven, arroyos que corren por cauces de piedra desnuda. Las araucarias aman los volcanes. Los volcanes las atraen como el fuego atrae a las mariposas nocturnas, y encima de ellos y alrededor crecen felices, con su cuero con escamas de lagarto primitivo y sus cabelleras hechas de brazos horizontales cuyas puntas se curvan hacia las alturas.

 


Despedida

En un rato nos vamos. Vengo al gran living, donde están todos los del contingentes (son muchos, más de quince) un poco inquietos, por la posibilidad de olvidarse algo, porque no se haga tarde, por el avión, por la despedida, por lo que se encontrarán en casa.
Pero yo estoy abstraído de esa agitación tensa, sólo miro al volcán. El volcán Lonquimay. Él concentra toda mi atención. Es un volcán poderoso —bueno, todos los volcanes son poderosos... pero este tiene una presencia constante, día y noche, e incluso cuando la tormenta de nieve era tan fuerte que sólo se veía blanco, yo pensaba en ese momento cómo correría el viento en las zonas altas del volcán. Y cuando el primer día busqué una orientación para meditar, no lo hice según la intuición desnuda como suelo hacer, sino en referencia al volcán.
Ahí está ahora: yo escribo sobre él y él está frente a mí, dormido como un león, con las entrañas calientes y el cuero fresco. La placidez de su sueño debe ser infinita, con la luz del sol bañándole el lomo, revelando la nieve de blancura aterciopelada y perfecta.

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El sol le llega de donde está Victoria.


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Saludo al volcán, a quién no sé cuándo volveré a ver (el tiempo verbal Futuro Impredecible me resulta congénito). Me despido de él cuando amanece y la primera luz del día lo ilumina.














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Creo que nuestras almas se tocan. Se paran cerca una al costado de otra y esperan con ansias dulces que la otra la toque. Y cuando se tocan, está todo muy bien. Luego se abrazan.
No necesito escucharla.









Buenos Aires, junio de 2013