viernes, 19 de abril de 2013

Almuerzo con mi mamá y Clark



Mi mamá me pidió:
— Anotá el número de Clark, así lo llamás.
Clark es su novio.
Mi mamá tiene 72 años. Hasta donde sé, Clark es su tercer pareja.
— No me parece, conocerlo así. Él vive acá en Buenos Aires, ¿no? ¿Por qué no venís y me lo presentás en un almuerzo?
El sábado pasado tuvimos el almuerzo. Tanto mi mamá como Clark parecían muy expectantes. Fuimos a Manolo, un bodegón de San Telmo. En un momento apareció Néstor, en los pantalones cortos porque iba a jugar al fútbol al club de al lado. Saludó, le entregué dinero que le debía, saludó, se fue.
Clark estaba callado. Me habían dicho que hablaba mucho. Al rato dijo que conocía el restaurante y el barrio, y habló de otras cosas que conoce. Parece que conoce mucho. También dijo cómo hay que hacer esto y lo otro. Me dijo qué tengo que hacer para curarme de la gota.
Mi mamá hacía lo que hace mi hija, no decía nada ni miraba nada, hasta que quedó desapercibida. Es su estrategia para espiar la realidad. Cuando uno descubre que eso es lo que hace, resulta muy divertido observarla. Es como una laucha. Pero invisible y todo, sentí que mi mamá estaba contenta. Estaba nerviosa y luego también feliz, cuando fue sintiendo que yo bendecía su noviazgo. Tenía unas cosquillas, unas hormiguitas en el ánimo, una pequeña primavera.
A lo largo del almuerzo fui entendiendo que Clark quiere su bien. Creo que es un tipo que disfruta mucho queriendo. Por lo bajo me dijo que quiere ir llevándola a Santiago del Estero, donde él tiene una fábrica de ladrillos, y a Buenos Aires.
Hace trece años le diagnosticaron a mi mamá un cáncer de pecho. Fue como si la arrollara un tren, el de la enfermedad, y luego otro tren en dirección contraria, el del tratamiento. Quedó aterrorizada, no haciendo otra cosa que mirar fijamente la puerta por la que volvería a entrar el cáncer. Todos estos años desde entonces, su vida estuvo condenada a la pasividad. No pudo tener otra actitud que aquella pasividad estupefacta. Así, todo lo que vivió fueron episodios que "le tocó" vivir: cuidar de una hermana enferma hasta su muerte, ayudar a su hija en su taller, esperar que otro pariente la necesitara. Había sido enterrada para siempre la joven brava, casi temeraria de la que yo me enorgullecía cuando ella tenía 27 años. Y he aquí que la tenía de regreso ante mis ojos. Volvía a ser la mujer romántica, fresca, resuelta, atrevida, con entusiasmo de vivir y ganas de aventuras, que tomaba decisiones como un martillazo y encaraba los días como si se largara a galopar sobre un caballo que temblaba de energía.
Así que me quedé muy alegre y muy aliviado. Antes de terminar el almuerzo me enteré de que Clark inventó algo decisivo para la industria de la hojalata, que está ancho de orgullo por sus hijos y que cuidó durante años a uno de sus nietos, hasta que murió hace poco. Coincidimos en lo poco que hablamos de política (una de las primeras frases de mi mamá para referirse a él fue "es quien me metió en el socialismo"). Noté que es vivo e inquieto para los negocios, cosa que mi madre disfruta mucho en un hombre.
En fin, tuvimos aquel almuerzo. Hicimos una buena sobremesa, con grandes copas heladas —nos fotografiamos con ellas y bromeamos mandándole las fotos a mi hermana, que aguardaba en San Nicolás el resultado de la reunión— y nos despedimos. Yo me fui a trabajar, ellos se iban a pasear por la enorme feria de San Telmo, colorida y romántica.
A propósito, en la misma circunstancia le presenté a mi mamá a Victoria. Pero, bueno, ese ya es otro capítulo.