jueves, 3 de enero de 2013

Quien le escribe al Mito



Oscar Scoppa, por apreciarme, me presentó a Rafael Sáenz. Oscar era mi profesor de Literatura. Me contó aspectos legendarios de Rafael: que había sido uno de los fundadores de la pintura psicodélica en los Estados Unidos, que era un poeta privilegiado, que había sido monje trapense guiado por Thomas Merton. Pero cuando traté a Rafael, su realidad superó mis fantasías sobre él. Sus poemas me revolcaron en una belleza ingrávida, enganchada a la eternidad. Personalmente, el día mismo que lo conocí me enseñó instantáneamente una técnica de meditación como si te inyectaran con una hipodérmica el contenido de todos los tomos de la Enciclopedia Británica. Esa técnica aún me acompaña: tan fecundo fue Rafael Sáenz en mí.
Luego él buscó relacionarse conmigo, tibiamente, sólo invitándome a la presentación de cada libro nuevo de poemas que publicaba. Por mi parte, preferí no tratarlo para preservarlo como mito. En la necesidad de plantar mitos en su vida, uno sacrifica las relaciones humanas que podría tener con las personas que los sustentan.
Durante años cultivé el mito de Rafael Sáenz, lo admiré incondicionalmente, seguí meditando con la técnica que me legó, nutrí, fomenté y difundí la leyenda que me había pasado Oscar; leí sus libros, de poesía y de teología y meditación, que me sembraron el territorio interior de claves para ver, hacer, el mundo.
Hasta que llegó el día que había postergado por casi 30 años: me armé de coraje para mostrarle lo que yo escribía. Creo que había escrito siempre para él. Incluso sospechaba que con los poderes misteriosos de su meditación, Rafael ya conocía lo que yo escribía. Era un juez divino para lo más valioso, lo único que consideraba valioso, que yo había hecho. Someter a él el fruto de mi toda vida se parecía a presentarse al Juicio Final. Y realmente lo fue.
Y no salió muy bien.
Lo fui a escuchar un día a una conferencia que dio, en la que volvió a fascinarme. Lo saludé a la salida, intercambiamos unas palabras y espontáneamente, sin que mediara mi decisión, me escuché pedirle que leyera unos textos que tenía ganas de mostrarle. Él accedió. Creo que contribuyó a mi arrojo que la conferencia fuera en un lugar que albergaba a personas que vivían en la calle, donde yo coordinaba un taller de redacción de cuentos.
Como fuera, pasé las siguientes dos semanas eligiendo uno entre mis muchos relatos de los últimos años. No me resultó fácil. Todos me parecían mal resueltos, o pobres, incompletos, mal afinados, poco sustanciosos. No estaba pasando la prueba ante mí mismo.
Finalmente, con cierto atolondramiento, opté por un relato muy íntimo, de un episodio de mi infancia que he repasado siempre, consciente de que determinaría toda mi vida. Lo había escrito muchas veces, y la última versión me conformaba. Además, varios de mis amigos lo había recibido muy bien. Lo que le ofrendaría a Rafael, para su bendición o condena, era un frasquito con agua de mi génesis, el líquido amniótico que me hizo, la materia de mi médula. Nada podía darle más propio que aquel diálogo que había mantenido a los tres años con mi tía Chela la tarde que ella supo que habían encontrado el cuerpo de su marido.
No recuerdo bien qué le dije a Rafael cuando le mandé el relato por correo electrónico. Sí que su respuesta no se hizo esperar. Fue breve, seca e incisiva. Fue inclemente, despiadada. Dijo que no entendía nada de aquello, que era algo que no le dejaba nada. Con horror de huérfano, sentí que había escupido sobre el texto.
También sentí que debía tener razón. Su ofuscación me recordó a la de mi amigo Martín cuando vio que su madre colgaba un cuadro espantoso, pintado por una mujer que hacía un mamarracho tras otro y corría a enmarcarlo y regalárselo a cualquiera. Martín decía que no había derecho a que alguien pudiera gastar tiempo y recursos en algo que pretendía ser una creación y era una basura. Decíamos que aquella señora debería haber tenido la pintura prohibida, y yo sentí que un poco de sensatez me prohibirá escribir.
Sin embargo, seguí escribiendo. Cosas que no son buenas, es cierto. Textos que nacen condenados, como los bebés que nacen con SIDA, pero no puedo parar de escribirlos. Es mi destino, o el objetivo con el que se construyó mi máquina interior, que, como a todas las máquinas, las cosas siempre le salen, algunas bien, otras mal. No puedo parar pese a que entendí que, habiendo cumplido 50 años, ya dejé de ser una promesa hace mucho, y no es esperable que un día me aparezca con una obra maestra. En todo caso, un puñado de amigos leen los cuentos que escribo, e incluso llegan a disfrutarlos.
Y, con el perdón de Rafael Sáenz, un puñado de amigos vale mucho más que un mito.

La Barra, 2 de enero de 2013