domingo, 20 de enero de 2013

Pautas













Dios no es complicado, ha sembrado el Universo de constantes.

Esa es su perversidad. Quien empieza a detectar las constantes descubre que están ocultas en lo patente.

Es enloquecedor comprobar que sólo existen unas pocas pautas constantes. No hay nada más. Estamos encerrados en un Universo hecho de unas pocas pautas. Una vez que se las descubre, las pautas abruman, aplastan como la comprobación de la muerte por venir.


Necesitamos los núcleos de misterio que hacen a las cosas singulares. Necesitamos que existan puntos de donde mana el sentido de la realidad.

Las pautas, pocas y constantes hasta el infinito, son el horror del Universo.

Cuando veo una cara veo sólo unos pocos rasgos fisonómicos.

Cuando veo un ideograma, veo los pocos rasgos de que está hecho.

Cuando veo una perspectiva, veo el único mapa tridimensional.

Cuando veo una persona, veo todas las personas.

Cuando oigo una voz, escucho todas.

Las pautas constantes nos acechan, nos dominan, desintegran nuestra individualidad, disuelven nuestro yo.

Esto lo está escribiendo cualquiera.

Un pájaro esconde todos los seres vivos, una línea esconde toda la matemática, un linyera esconde a mi padre.






























































viernes, 18 de enero de 2013

Piona


Dende muy gurisita 
se te gana en la ropa y en el cuero 
ese tufo emperrao de las cocinas 
qu'es mestura de hoyín, de humo y de sebo, 
y atrás del que anda siempre'l macherío 
como perrada hambrienta atrás de un güeso. 

No bien los catorce años 
t'encarosan los pechos 
y la naciente redondés de'l'anca 
t'enyena el vestidito'e percal viejo, 
ya el algariao patrón, o el mayordomo, 
andan buscando ande tumbar tu cuerpo. 

Y en cuanto t'hincha el vientre'l primer hijo, 
ya se cren con derecho 
a un lugar en tu catre y en tu carne 
hasta los pobres piones galponeros, 
porque vos, infelís, sos en el campo 
láunica cosa que no tiene dueño. 

Cuasi no hay año que no echés al mundo 
un gurí rubio, amulatao o negro.

Uno aquí y otro ayá, por las estancias 
-pelusa'e cardo qu'esparrama el viento-, 
esos hijos sin padre se te quedan, 
mientras vos ves gastarse tu deseo 
de ajuntarlos un día 
en un rancho con sol, alegre y nuevo. 

Y así vas, de hombre en hombre, 
de cocina en cocina envejeciendo, 
hasta qu'inútil ya, descangayada, 
sin servir pal fregón ni pa los besos, 
terminás cuasi siempre tu esistencia 
cebando mate'n un quilombo'e pueblo!










Escuché este poema cuando tenía 8 años, recitado por Jorge CafruneEs un muy buen poema de Serafín García (el llamó a poemas como este tacuruses) al que debí quitarle tres versos que lo arruinaban. 

jueves, 17 de enero de 2013

Mis rincones de Buenos Aires 4


Sala de ensayo tomada


Una sala de ensayo tomada en Año Nuevo por cinco adolescentes tardíos, impresentables, durante la Primavera Democrática. Es una sala de ensayo de orquesta  abandonada, en el interior de un edificio de la avenida Corrientes al 1200. Los impresentables, con deliberación impresentable, inventaron festejar comiendo y bebiendo lo que a cada quien le gustaba más: uno se llevó una sandía, otra vino (mezclaron, obviamente), otro pizza y panceta ahumada y otro un matambrito. Festejaron en grande cuando hicieron el matambre asado con el parquet. Más tarde, hartos de comida y de porro, descubrieron una escalera que daba a una terraza. Salieron y comenzaron a recorrer los alrededores, hasta dar con otra terraza con una cuartito que tenía una puerta enclenque, que forzaron fácilmente. En el interior había un depósito de libros de una librería. Había cientos de ejemplares, aunque sólo de tres libros: Tinta roja, de Jorge Manzur, La tía Tula, de Miguel de Unamuno, y un tomo VII de una Enciclopedia de los Animales. Como cinco reyes magos bamboleantes anduvieron por los techos toda la noche, cargando los libros del depósito hasta la sala de ensayos. Los llevaban en cualquier cosa, una mochila, un bolso, una frazada que encontraron y en las manos. El que hizo el asado con el parquet terminó amarrocando todos los libros en el living de la casa de su madre y durante años fue a cambiarlos por otros libros a las ferias, 3 Tinta roja x 1 policial negro al principio, luego 7 x 1, luego una pila y al fin ya no se los aceptaban. En la feria del Parque Rivadavia los puesteros le decían "qué hacés, Tinta Roja".



martes, 15 de enero de 2013

Mis rincones de Buenos Aires 3


Hospital de Clínicas a la noche

Llevaba a mi novia al Hospital de Clínicas cuando ya había cerrado. Íbamos con sigilo por los interminables pasillos desiertos, iluminados por una lámpara de la Segunda Guerra Mundial, recorridos por los ecos de los quejidos que salían de las habitaciones. Teníamos 16 años. Cada tanto entrábamos en una habitación y nos quedábamos mirando el cuerpo de un anciano o una anciana moribunda, que parecía un lagarto muerto sobre una cama, tapado con una sábana tensa. 
Íbamos allí para enamorarnos más. Nos sentíamos en la 1984 de George Orwell, o en una época luego de una catástrofe. 
Luego salíamos a una terraza desde la que espiábamos el tráfico de la avenida Córdoba, como si miráramos otro país, y allí nos drogábamos y éramos felices juntos.







lunes, 14 de enero de 2013

Sobre el enigma de las letras de las canciones



Cuando viví en Brasil estrenaron el clip de la versión de Track-Track, de Fito Páez, que hicieron Os Paralamas do Suceso. Era maravillosa. Aún está muy bien. Los brasileños son muy talentosos con los medios audiovisuales. Me gustaba ver este clip en MTV, aunque sabía que estaba resignando entenderlo del todo. La verdad es que nunca entiendo las letras de las canciones —no las entiendo en ningún sentido: porque soy ¾ sordo no llego a distinguir qué se dice, y aún si las leo en general no tengo idea de qué quieren decir. Como muchos, me consuelo pensando que las letras de las canciones, en tanto son poemas, son el extremo de la subjetividad, pura metáfora personal, y así nadie entiende y cualquiera le puede atribuir el sentido que se le antoje. Pero esto es un mal consuelo porque es un error. He comprobado que mi madre, Nati Quinn, Camilo Sánchez y otras personas más inteligentes que yo entienden a la perfección de qué trata una letra que para mí es un rosario de dislates. Una canción que en mi parecer podía hablar de cualquier cosa, resultó que no, que hablaba de un asunto puntual. De modo que las canciones se me hacen un acertijo. Puedo sentir que una canción es hermosa, como quien siente la hermosura del edificio Barolo, pero ignorando completamente sus razones arquitectónicas y sin saber que encierra el secreto de interpretar La divina comedia.
¿Hay páginas web que concentran interpretaciones de canciones? Me harían feliz. Encontré una explicación de Rozitchner de Tumbas de la gloria. Miré el video y tuve un rato de jocosidad viendo cómo Peter Capusotto ha ridiculizado para siempre (del ridículo no se vuelve —gracias a Dios) a los rockeros. Fito Páez me parece una parodia de los rockeros de Peter Capusotto, pero la música y más aún letra siguen encerrando para mí un significado que continúa manando.

sábado, 12 de enero de 2013

Mis rincones de Buenos Aires 2


El Palacio Raggio


Hace pocos años fue desalojado. Vivían en su interior 250 familias. El dueño le encargó a un abogado que gestionara el desalojo judicial. Éste sumó en la operación al Gobierno y el Gobierno fue a negociar la ejecución del proceso con la Cooperativa Dignidad, dirigida por un antiguo tupamaro y un senderista desterrado y dedicada a la toma de edificios. 


Toda la mudanza la hizo un fletero millonario que parecía el más pobre de los desalojados, pero que tenía una inteligencia rápida como el rayo y les compraba a éstos cosas que no le cabían en sus nuevas casas. En un galpón abarrotado de trastos me mostró un piano de cola salido de una película.
El Gobierno les otorgó subsidios y flete a las familias para que abandonaran el palacio. No trató directamente con los ocupantes: ese trabajo le tocó a la Cooperativa Dignidad, la que también diseñó el desalojo. La policía quedó afuera del procedimiento y el Gobierno sólo montó una oficina móvil para ir entregándole a cada familia que se iba, su cheque. Las familias estaban organizadas a la perfección, haciendo filas y cargando sus enseres en los camiones que los mudarían, en impecable orden, sin atropellarse, sin distraerse, en silencio. Mujeres, hombres, niños eran como soldados disciplinados. Nunca se había visto un desalojo ideal como aquel, mucho menos de centenas de personas en un mismo día (de hecho, en menos de seis horas). Esa era obra de la Cooperativa Dignidad.




viernes, 11 de enero de 2013

Mis rincones de Buenos Aires 1


Villa Lugano I y II

Una ciudad vestigio del futuro del pasado. El futuro que había en 1972, con un nivel para los autos (la Planta Baja) y otro para los peatones (el 1º piso; aún puede recorrerse gran parte de la urbe andando por puentes y veredas a 4 metros del piso), con un color, una arquitectura y espacios uniformes porque en el futuro aumentaría la democracia económica. El mal presente se interpone, dada la crueldad de la linealidad del tiempo, entre el año 1972 y su futuro. Arruinan aquel flechazo del cupido utopista, las bolsas de nylon, la tierra acumulada y los vidrios de botellas tirados en todo el territorio, las puertas con gruesas rejas, los autos destartalados, los chicos tirados, los kioscos miserables, las viejas que parecen linyeras. Entre el pasado y el futuro, la calamidad del presente.



jueves, 10 de enero de 2013

En la piel del chino



Le pregunté por qué había metido chinos en su historia y me contó que le extrañó mucho y le llamó la atención que en Argentina los supermercados fueran de chinos, y le interesó la convivencia entre personas tan distintas. “Me divierta mucho que en el supermercado estén todos los días sin entenderse los dueños chinos, con los verduleros bolivianos, las cajeras peruanas y el carnicero argentino”.
Yo ya había visto a la chinita que sería mi hija. Estaba vestida de colegial impecablemente. Me contó que se llamaba Sofía Zhu, que tenía 13 años, que su papá era de Guangzhou y que su mamá es argentina. Que está en segundo año y sólo se lleva Físico-Química.

Camilo, Mai, la señora de la verdulería.
Cuando terminé de hablar con la directora, las vestuaristas me llevaron bajo la lluvia a una casa que estaba a tres cuadras de la locación. Era la casa de uno de los estudiantes y allí me cambié de ropa y conocí a Agustín, quien personificaba a Camilo, el hijo del carnicero enamorado de mi hija, Mai. Sin mediaciones, Agustín me contó que ya hizo “tres películas. Una fue una publicidad de Patitas. Hice de extra”. Antes de que termináramos de cambiarnos me relató toda su vida: su mamá ya tenía como 30 años, él tocaba en una banda de rock y no se llevaba ninguna materia. Luego se me pegaría el resto del día.
También tenía experiencia como actor Ale Yuan Chen. “Me puse Yuan por mi personaje en una serie web”. Ale nació en Argentina y se rió cuando le pregunté si hablaba chino. “No sabe ni decir «hola»”, me acotó La Verdulera Boliviana en la película, que en la vida real era Edith Araya. No tenía tenía experiencia en cine, pero sí una mirada poderosa y fascinante, y una disposición impecable.

Edith requiere precisiones de Alexa.
Con Edith y Camilo andaríamos de acá para allá por los pasillos del supermercado toda la jornada. Imagino que para los empleados seríamos un extraño trío de amigos.
Cuando regresé de la casa camarín la directora vino a preguntarme si yo podía decir mis diálogos en chino. Le dije que podía intentar pronunciar chino, pero que necesitaba alguien que me asesorara. “Acá la tienes”, me dijo y señaló a Sofía. Sofía era estudiante de chino y conocía muy bien el pinyin, idioma fonemático para pronunciarlo. Cuando ensayé los sonidos me corrigió duramente, con esa forma inclemente con que disciplinan los chinos. Sus correcciones eran excelentes y yo debí exprimir a fondo lo que había aprendido en mis pocas clases de chino para no hacer el ridículo.
Me sentí obligado, obligadísimo a decir mis frases perfectamente. Como no teníamos un lugar más que la casa, caminé entre las góndolas intentando memorizarlas, pero los compradores me miraban y no podía concentrarme.

La directora con la joven Sofía.
Me metí en un depósito, pero el calor era asfixiante y salí a la vereda. Allí la lluvia era feroz (más tarde supimos que la ciudad entera se había inundado, con autos flotando en las avenidas y las tiendas con un metro de agua) y la gente que pasaba, aunque raudamente y bajo un paraguas, frenaba la marcha para mirarme casi espantada. “Tienen razón”, pensaba yo, viéndome a mí mismo, que había encontrado una fuente de inspiración en los maestros chinos de las películas de artes marciales. Esas personas pasaban por la puerta de un depósito oscuro, con esa carga de misterio algo peligroso de los lugares repletos de cosas desconocidas en la oscuridad, y en la entrada encontraban un chino con cara de viejo colérico, gritándole una y otra vez una misma frase en chino a la rueda de un auto. Por lo menos, parecía un loco que vivía allí dentro en la cueva.
Mi ensayo, en fin, estaba cargado de angustia y dificultades. Nunca había actuado en otro idioma: es un desafío colosal, mayor cuanto menos se conoce el idioma. No es de ninguna manera cuestión de repetir como un loro los sonidos sin saber qué significan. Cuando algunos cantantes hacen eso, el resultado es penoso, y cuando un actor de Hollywood dice en español algo que no entiende, como “fíjate que creo que sí” o “¿tú sabes que he sido yo?”, queda horrible. Más de uno dejamos de admirar a Sting aquella vez que se puso a cantar en español. Asimismo le suena mal a un mejicano escuchar cómo un argentino dice “¡me lleva la chingada, huey!”, o a un brasileño escuchar a otro argentino decir “será que voçe acordou Pinel?” Salvo, claro, que el actor entienda todos los vericuetos de connotaciones que carga lo que está pronunciando. Hay un modo de decir “pibe” que sólo los argentinos tienen naturalmente. “Pibe” no es sólo los dos fonemas que la componen, sino que encierra un complejo de significados que lleva mucho tiempo aprender. Luca Prodan los aprendió, y por eso causaba placer escucharlo decir “chabón”, “boludo” o “grasita”, pero los españoles que dicen “pibe”, dicen otra palabra.



Estoy pensando ejemplos entre el español, el argentino, el mejicano, el portugués y el inglés. Yo ese día tenía que transportar frases como “¡No sé por qué te tengo trabajando conmigo!” a la mente china. Debía entender los términos y la sintaxis para no quedar en ridículo —y no hacer quedar en ridículo la película. Debía pronunciar correctamente, no sólo para evitar un papelón, sino para que se entendiera lo que decía. Más aún: para decir con potente expresividad, dado que estaba actuando. Debí exprimir cada gota de mis pocas clases de chino para alcanzar el sonido de una de las cinco maneras diferentes de decir la letra e, debía decir wang haciendo que el sonido de la a bajara y subiera, debía decir zhang pronunciado la zh como una s que tiende a una ch del español, mientras se expulsa de un golpecito un poco de aire.
La sola tarea de aprender la pronunciación apropiada me habría llevado dos o tres días. Luego de eso vendría el desafío de aprender el sentido de lo que estaba diciendo. Aprenderlo en chino, no en español, porque la única manera de no decir algo vacío en otro idioma es entenderlo en sí, desde adentro, desde el mundo del otro idioma. Eso me llevaría otro par de días.

Camarógrafa dominicana.
Finalmente, debía actuar esas palabras, proceso en el cual las palabras debían crear a mi personaje, que a su vez adaptaría las palabras a su carácter, dependiendo de las situaciones, los personajes con los que interactuaría y otras condiciones. Y eso me llevaría aún más días.
El asunto es que todos esos días los debía comprimir en el tiempo que le llevara al equipo de filmación preparar todo para mis tomas.
“No puedo, no puedo, no puedo”, pensaba, mientras me escuchaba gritar las frases en chino, en medio de un diluvio que estaba inundando toda la ciudad y ante la mirada de incredulidad y susto de quienes pasaban por la vereda.



Y ¿por qué tanta exigencia? Por hacer las cosas bien, naturalmente. ¿Para quién? Para mis hijos, para mi abuela, la persona más exigente que conocí, una exigencia que aún me marca, me vigila y corrige cada cosa que hago; para mi madre y para los chinos empezando con mi padre. El agregado cultural de la Embajada de China se ríe de que digo que soy chino, pero no hablo el idioma. Mi tía me machacó en mi niñez: “querés ser argentino, pero no lo sos, porque sos chino”. Cuando yo quería saber cómo era el país del que venía, le preguntaba a mi padre, pero él no me contestaba. No me tiró pistas sobre el chino que en la escuela me decían que era yo. Nunca supe qué significaba ser chino. A los 50 años me calzo la identidad china y hago una revista de intercambio cultural china-argentina, hablo sobre China como especialista en canales de televisión de Argentina y de China, monto la obra pictórica de un chino, escribo otra de teatro sobre una familia de inmigrantes chinos, voy a clases de chino, me hago un plantel de amigos chinos, actúo al fin de chino en una película. Pero he aquí que no es suficiente: tengo que actuar chino hablando chino en esa película.

Acción.
Cuando llegué a la locación tenía bien aprendidas mis líneas, mis gestos, la actitud de mi cuerpo según el guión, en el que mi personaje hablaba en español —mal español, pero español. De pronto la directora me había cambiado el jurado, igual que en Los Intocables de Brian de Palma.
Sentía una gran exigencia porque mis amigos y socios chinos, la gente de las embajadas argentina en Beijing y China en Buenos Aires, y mi padre me escucharían hablando en chino, y no soportaba la idea de que se rieran de mí.
Claro que en Los Intocables era Elliot Ness quien hacía cambiar el jurado; podría decirse que en mi caso fue Alexa Rodríguez Rodríguez, pero en el fondo quien metió la cabeza en las fauces de este dragón fui yo.














martes, 8 de enero de 2013

Mensaje al amigo Eiji Roppongi



Gracias por comentarme que leés notas de mi blog. La verdad es que he encontrado en ese formato un modo de compartir con las personas a quienes me siento unido, las cosas más significativas de lo que me pasan. De alguna manera, allí está mi biografía viva. Van a parar allí los animales que habitan mi fondo. Cada tanto algo me llama a los corrales profundos, me doy una vuelta por allí y observo los animales. Si uno me llama la atención lo preparo, lo pongo lindo, lo armo de ánimo y lo mando para afuera.


lunes, 7 de enero de 2013

Fragmentos de Tokio blues


De Haruki Murakami. Editado por Tusquets en diciembre de 2009


El tranvía casi rozaba los edificios al pasar. En el tendedero de una casa vi diez macetas de tomates y, a su lado, un gato negro y grande, dormitando al sol. Más allá, un niño hacía pompas de jabón. Se oía una canción de Ayumi Ishida. Incluso podía olerse el curry. El tranvía se abría paso entre la intimidad de la callejuela. (pág. 91)

Es maravilloso ver cómo las frutas y las verduras van creciendo día a día. ¿Has cultivado sandías alguna vez? Las sandías tienen una redondez que recuerda la de un animalito. (pág. 120)

Naoko tomó asiento a mi lado y apoyó su cuerpo contra el mío. Al rodearla con mi brazo, inclinó la cabeza en mi hombro y rozó mi cuello con la punta de su nariz. Permaneció inmóvil en esta posición como si estuviera tomándome la temperatura. Abrazado a Naoko, sentí cómo se me caldeaba el corazón. Poco después, se levantó sin decir palabra, abrió la puerta y se marchó tan sigilosamente como había llegado. Al poco me adormilé en el sofá. Arropado por la presencia de Naoko, caí en un sueño mucho más profundo que los que había tenido en años. En la cocina estaba la vajilla que usaba Naoko; en el baño, el cepillo de dientes que usaba Naoko, en el dormitorio, la cama donde dormía Naoko. En aquella semana impregnada de su presencia, dormí profundamente, exprimiendo, gota a gota, toda la fatiga acumulada en cada una de mis células. (pág. 143)

Puesto que Reiko quiso saber quién era Tropa-de-Asalto, conté una vez más sus aventuras. Ella también rió a carcajadas. Con las historias de Tropa-de-Asalto, el mundo entero se llenaba de paz y de risas. (pág. 144)

(…) si de pronto se te ocurre llevarme lejos, te pariré un montón de bebés fuertes como toros. Y viviremos todos tan felices… Revolcándonos por el suelo. (pág. 226)

— Por eso a veces miro alrededor y me siento asqueado. Me digo: ¿por qué no se esfuerzan más estos tipos? Lo único que saben hacer es quejarse.
Miré, estupefacto, a Nagasawa.
— A mí me da la impresión de que en este mundo la gente se mata trabajando —tercié—. ¿Me equivoco?
— No es más que trabajo —explicó Nagasawa llanamente—. El esfuerzo del que hablo es algo que se hace por propia iniciativa, con un propósito determinado. (pág. 269)

(…) a una señora se le salió el tampón de un estornudo. (pág. 294)

(…) dos años atrás, se había retirado definitivamente. Ahora se dedicaba a vivir la vida. Tanto la casa como el terreno eran suyos desde hacía años, todos sus hijos se habían independizado, así que decidió pasar una vejez ociosa. Él y su mujer viajaban con frecuencia.
— Qué bien —comenté.
— No tanto —dijo él—. Los viajes me aburren. Preferiría trabajar. (pág. 319)


 

domingo, 6 de enero de 2013

El constructor



Eligio es constructor. Cuando construye encuentra el sentido. No es cualquier cosa: encontrar o crear sentido es lo más importante en su vida. Más aún, el sentido es esencial a su vida, desde que está vivo porque encuentra sentido. Si no encontrara sentido, estaría muerto, por muy vivo que estuviera su cuerpo biológico. De modo que encontrar sentido es para él una fuente de dicha, pero también una necesidad. Pero sobre todo es una fuente de dicha. Es una necesidad del modo que el pan es necesario para no morir de hambre, pero el sabor y el aroma  infinitamente exquisito e íntimo del pan recién horneado pertenecen al orden de la vida.
Dado que encontrar el sentido es indispensable para estar vivo, Eligio construye para vivir.
Muchas cosas puede hacer bien, muchas cosas le salen mal o no le salen, pero construir le apasiona. Mientras construye se abstrae del resto del mundo, del resto de la vida, del resto de sí.
Mientras construye, Eligio es una sola cosa con la construcción, y así se desengancha de la rueda del tiempo, de las miserias de este mundo y de la muerte. Nada, hecho agua, en las aguas del puro sentido que corren en las montañas de la Eternidad.
Lo mismo le da construir una jaula cuyas alturas fueran surcadas por los cóndores y en el piso se extendieran selvas, bosques y pantanos, que un castillo de piedras encastradas, acero y vidrio, cuyo interior sólo tomara su forma perfecta cuando lo iluminara la luna llena, en lo alto de un peñón de una isla desierta, y que una casita para luciérnagas  hecha con hierro y mica. No hay ninguna diferencia para él.
Tanto puede hacer una mansión en medio de un campo de cien mil hectáreas, como una tapera junto a muchas otras, a orillas de un río. Como a cualquier humano, a Eligio le gusta vivir bien, vestido con el mejor algodón de Egipto, la mejor seda de Italia y la mejor gabardina de Manchester, alimentándose de la gastronomía más exquisita, sana, y exótica, moviéndose en los medios de transporte que adelantan el futuro con el súmmum de la tecnología, coleccionando arte en que el alma humana ha brotado más perfectamente, etc.
Por otra parte, nació Eligio con el don del entusiasmo. Mucho lo alegra que sus amigos aparezcan montados en la caja de un camión y al encontrarlo dando un paseo a pie le griten "¡arriba, Eligio!", o salir en una excursión de pesca para atrapar tiburones, esquiar en una montaña de Mongolia, irse a leer un libro la costa de una laguna o jugar un partido de fútbol con unos extraños. Todo lo encara como una aventura.
Le lleva a Eligio el entusiasmo por todo, y le encanta vivir como un maharajá, y sabe hacer esas cosas y cada vez que puede se da todos los gustos, pero él ha descubierto que no radica en ello la sustancia de su vida, no dice cuál es su nivel. Lo que de verdad lo hace vivir hasta llevarlo más allá de la vida, hasta hacerla trascender, o hasta antes, al principio donde la vida es creada, es construir cualquier cosa.

Uruguay, 1º de enero de 2013















Amazing Tree  (2)

jueves, 3 de enero de 2013

Quien le escribe al Mito



Oscar Scoppa, por apreciarme, me presentó a Rafael Sáenz. Oscar era mi profesor de Literatura. Me contó aspectos legendarios de Rafael: que había sido uno de los fundadores de la pintura psicodélica en los Estados Unidos, que era un poeta privilegiado, que había sido monje trapense guiado por Thomas Merton. Pero cuando traté a Rafael, su realidad superó mis fantasías sobre él. Sus poemas me revolcaron en una belleza ingrávida, enganchada a la eternidad. Personalmente, el día mismo que lo conocí me enseñó instantáneamente una técnica de meditación como si te inyectaran con una hipodérmica el contenido de todos los tomos de la Enciclopedia Británica. Esa técnica aún me acompaña: tan fecundo fue Rafael Sáenz en mí.
Luego él buscó relacionarse conmigo, tibiamente, sólo invitándome a la presentación de cada libro nuevo de poemas que publicaba. Por mi parte, preferí no tratarlo para preservarlo como mito. En la necesidad de plantar mitos en su vida, uno sacrifica las relaciones humanas que podría tener con las personas que los sustentan.
Durante años cultivé el mito de Rafael Sáenz, lo admiré incondicionalmente, seguí meditando con la técnica que me legó, nutrí, fomenté y difundí la leyenda que me había pasado Oscar; leí sus libros, de poesía y de teología y meditación, que me sembraron el territorio interior de claves para ver, hacer, el mundo.
Hasta que llegó el día que había postergado por casi 30 años: me armé de coraje para mostrarle lo que yo escribía. Creo que había escrito siempre para él. Incluso sospechaba que con los poderes misteriosos de su meditación, Rafael ya conocía lo que yo escribía. Era un juez divino para lo más valioso, lo único que consideraba valioso, que yo había hecho. Someter a él el fruto de mi toda vida se parecía a presentarse al Juicio Final. Y realmente lo fue.
Y no salió muy bien.
Lo fui a escuchar un día a una conferencia que dio, en la que volvió a fascinarme. Lo saludé a la salida, intercambiamos unas palabras y espontáneamente, sin que mediara mi decisión, me escuché pedirle que leyera unos textos que tenía ganas de mostrarle. Él accedió. Creo que contribuyó a mi arrojo que la conferencia fuera en un lugar que albergaba a personas que vivían en la calle, donde yo coordinaba un taller de redacción de cuentos.
Como fuera, pasé las siguientes dos semanas eligiendo uno entre mis muchos relatos de los últimos años. No me resultó fácil. Todos me parecían mal resueltos, o pobres, incompletos, mal afinados, poco sustanciosos. No estaba pasando la prueba ante mí mismo.
Finalmente, con cierto atolondramiento, opté por un relato muy íntimo, de un episodio de mi infancia que he repasado siempre, consciente de que determinaría toda mi vida. Lo había escrito muchas veces, y la última versión me conformaba. Además, varios de mis amigos lo había recibido muy bien. Lo que le ofrendaría a Rafael, para su bendición o condena, era un frasquito con agua de mi génesis, el líquido amniótico que me hizo, la materia de mi médula. Nada podía darle más propio que aquel diálogo que había mantenido a los tres años con mi tía Chela la tarde que ella supo que habían encontrado el cuerpo de su marido.
No recuerdo bien qué le dije a Rafael cuando le mandé el relato por correo electrónico. Sí que su respuesta no se hizo esperar. Fue breve, seca e incisiva. Fue inclemente, despiadada. Dijo que no entendía nada de aquello, que era algo que no le dejaba nada. Con horror de huérfano, sentí que había escupido sobre el texto.
También sentí que debía tener razón. Su ofuscación me recordó a la de mi amigo Martín cuando vio que su madre colgaba un cuadro espantoso, pintado por una mujer que hacía un mamarracho tras otro y corría a enmarcarlo y regalárselo a cualquiera. Martín decía que no había derecho a que alguien pudiera gastar tiempo y recursos en algo que pretendía ser una creación y era una basura. Decíamos que aquella señora debería haber tenido la pintura prohibida, y yo sentí que un poco de sensatez me prohibirá escribir.
Sin embargo, seguí escribiendo. Cosas que no son buenas, es cierto. Textos que nacen condenados, como los bebés que nacen con SIDA, pero no puedo parar de escribirlos. Es mi destino, o el objetivo con el que se construyó mi máquina interior, que, como a todas las máquinas, las cosas siempre le salen, algunas bien, otras mal. No puedo parar pese a que entendí que, habiendo cumplido 50 años, ya dejé de ser una promesa hace mucho, y no es esperable que un día me aparezca con una obra maestra. En todo caso, un puñado de amigos leen los cuentos que escribo, e incluso llegan a disfrutarlos.
Y, con el perdón de Rafael Sáenz, un puñado de amigos vale mucho más que un mito.

La Barra, 2 de enero de 2013