sábado, 12 de mayo de 2012

Patxi



Hace unos días me llamó mi madre para contarme que había encontrado un viejo amigo mío: Ortiz.
El tipo se presentó como jardinero en la fábrica de mi tío Juan. Si yo hubiera querido dar con él no sé adónde habría recurrido.
Y si finalmente hubiera descubierto esa oficina de Localización de Viejos Amigos Perdidos, preguntaría por Patxi.
Con Patxi fuimos compinches a los catorce o quince años. No sé a qué lugar fuimos a parar en una de esas veces que nos íbamos por ahí. Creo que fue a un rancho en la isla.
Una noche nos quedamos charlando.
Patxi siempre tenía una sonrisa en la boca, tensa, como un tajo en la carne, y en un brillo en los ojos que expresaban fácilmente sus ganas de divertirse. Recuerdo que me elogió el mate justo en el momento en que yo estaba sorprendido de que estuviera tan rico, siendo el primer mate que hacía en mi vida. Por ahí nos miramos, no sé, pero siento hoy como en aquel momento la sensación de empatía que me unió a él.
Mucho más con la larga charla que tuvimos. Hablamos de lo buena que estaba la flaca Ruibarbo, de Mouzo, el Chino Benítez y el campeonato mundial que había ganado Boca; de los militares en el gobierno, de la película Rollerball, que habíamos visto en el cine Gran Rex, del papá de Saldías, que era comisario y el papá de Ciccone había dicho que hacía torturar a los presos; de Carlitos Suri, de 5º año, que era un capo y tocaba la batería, de Guillermo Vilas, de la Loca Guruciaga, que era la profesora de Geografía, del Tero, que era un maestro viejísimo de la Sección Electricidad del Taller; de si era más importante decir la verdad que defender a un amigo, de Lole Reutemann, de la Máquina de Hacer Pájaros, de Deep Purple, de Pink Floyd; de si creíamos en Dios, si existían los OVNIS, del comunismo, de lo buena que estaba la flaca Ruibarbo. Y cada tema lo tratábamos largamente.
—Mirá —dijo en un momento Patxi, señalando las hendijas de una ventana. —Ya empieza a amanecer. Estuvimos toda la noche charlando.
Sonreía, como siempre. No me voy a olvidar de aquella sonrisa. Estaba alegre y orgulloso de que fuésemos grandes, charlando toda la noche mientras los demás dormían.
— ¿Vamos a pescar? —le propuse y se entusiasmó. Empezamos a preparar las cañas.
— Mirá estos cómo duermen —me dijo, cuando ya estábamos preparados.
— Vamos a despertarlos —le dije.
— ¡Já! Dale.
— Los cago un tiro —dije, agarré la escopeta y la cargué. Noté que Patxi me miraba, con la sonrisa pero expectante, con los ojos fijos en mí. Entonces tuvo un arrebato y en un instante me arrancó el arma de las manos.
— Dame —me dijo y me ordenó salir.
Fuimos saliendo juntos, primero yo y él rezagado, y cuando estaba en el umbral, apuntó el caño de la escopeta al interior del techo y disparó.
La explosión fue tremenda. Nos hizo huir mucho más rápido de lo que pensábamos que lo haríamos. Corrimos hacia el río unos cincuenta metros y cuando la risa fue mayor que el susto nos tiramos al piso y nos revolcamos a las carcajadas.
Con el tiempo no lo vi más. Una pena, quién sabe en qué andará.

Chaco, 3 de mayo de 2012

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