martes, 19 de julio de 2011

Las almas blancas


Hasta donde la memoria se hunde en la ignorancia, sólo una cosa se sabe de la aldea de Hun, pero es algo tan poderoso que no es necesario saber nada más: sus habitantes están todos condenados a padecer una enfermedad monstruosa. En otros siglos la imaginación de los vecinos creaba laboriosamente leyendas sobre cómo era aquella endemia: de dónde había surgido y cómo laceraba, retorcía y deformaba los cuerpos. Pero con el tiempo, todos alrededor se cansaron de elaborar hipótesis que ni se confirmaban ni se refutaban, mientras la aldea permanecía siempre igual. El aislamiento de la aldea de Hun fue profundizándose más y más. No sólo nadie se atrevía a llegar hasta sus muros y penetrar y nadie salía para evitar la propagación de la enfermedad, sino que ni siquiera viajaban las fantasías desde afuera ni la información desde adentro. Ninguna mirada ni  pensamiento se posaba sobre la zona de la aldea en la época en que el Maestro llegó al pueblo de Khari, donde conoció la historia de la aldea de Hun. “Tal vez me necesiten allí”, pensó para sus adentros.

El Maestro era hijo de Hon, el hombre a quienes todos vieron ahogarse y que volvió sólo para que su madre lo concibiera. Desde entonces siguió revelándose en sueños a su hijo para enseñarle el mundo de los seres de vida elemental.

Tras algunos días que transcurrieron entre largas charlas en el templo y la cura de ciegos, leprosos y enfermos del alma, el Maestro abandonó Khari en dirección a Hun. Varias jornadas de camino por un bosque desierto y frío, lo llevaron hasta las puertas de Hun. En el muro encontró la abertura donde una vez había habido una puerta y entró en la aldea. Poco después lo rodeaban varias decenas de personas, todas casi idénticas entre sí. Había muchos más ancianos que en cualquier lugar donde había estado. Todos eran muy apacibles, aunque no tuvieron ninguna formalidad en el recibimiento. Le hablaron, pero no podía entenderlos. Al rato se cansaron de mirarle las ropas y los rasgos, y de que no hubiera entendimiento, y se fueron. El Maestro creyó percibir cierto apesumbramiento en la falta de reacción ante su llegada. Al fin dos ancianas y una mujer madura le hicieron señas de que las siguiera y lo condujeron  hasta un cuarto para que lo aceptara como alojamiento.

Los días pasaron. El Maestro comenzó a entenderse con los aldeanos. Supo así que vivían más de doscientos años. En nadie halló rasgos de la horrible enfermedad que le habían referido en Khari. Muy al contrario, todo el mundo estaba saludable… Quizás extrañamente saludable. Él mismo comenzó a sentir un bienestar casi exultante en su cuerpo.

En un primer momento se sintió muy bien, con gran energía y necesidad de correr, nadar, trepar los árboles. Este ánimo estaba en sintonía con el estado atlético de los habitantes de aquella aldea, pero contrastaba con el ánimo frustrado de todos. En un momento entendió que estaba definitivamente ante un enigma. En los días en que trató de resolverlo, él mismo comenzó a sentir cierto fastidio por el impetuoso bienestar que le imponía su físico. La salud de la que gozaba era la que todos los humanos anhelan, pero había algo en ella… “Quizás no es esta la realidad del cuerpo, pensó. Quizás el cuerpo se enferma, quizás la enfermedad es parte del cuerpo y el bienestar no la excluye, sino que la somete”.

Este pensamiento le corrió al Maestro el velo que ocultaba la realidad. Poco después comenzó a ver a las almas blancas, criaturas que van del tamaño de una semilla de girasol al de una pequeña calabaza. Se parecen a huevos alargados y se mueven como gusanos. Son blanquecinos transparentes. El Maestro las recordó. Hacía muchos años supo de ellas. Las más pequeñas acuden a los cuerpos que alojan enfermedades superficialmente. Si las enfermedades las superan y comienzan a crecer, llegan almas blancas de mayor tamaño. No tienen la misión de curar, sólo se alimentan de las enfermedades. Aunque aprenden a amar a las personas, no se sienten responsables de su salud. A veces una enfermedad toma a la persona hasta matarla y sigue creciendo después de su muerte; las almas blancas se entristecen por la muerte, pero más las hace feliz que su alimento haya crecido.

El Maestro entendió que por alguna razón la aldea Hun había concentrado una superpoblación asombrosa de almas blancas. Cualquier enfermedad que asomaba era devorada inmediatamente por una horda famélica de almas blancas de todos los tamaños.

Pero no pudo entender la razón de la concentración hasta que se le hubo presentado en sueños su padre, el Muerto-Vivo. Su padre le mostró que los aldeanos terminaban transformándose en almas blancas. Su gran padecimiento era la condena a una vida eterna en la que erraban miserables, desesperados de hambre, arrastrándose en pos de cualquier enfermedad, y al encontrarla, ser morbosamente feliz.



Por Iring Ng y Gustavo Ng




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