viernes, 29 de julio de 2011

Nusrat Fateh Ali Khan


Este cantante nació en Faisalabad, Pakistán. Alá es Grande. Fue ante todo un cantante de qawwali, la música mística de los sufíes. Fue heredero de una familia que ha cantado qawwali durante 600 años.
Los musulmanes lo celebran devotamente; algunos occidentales fundamentaron el fanatismo por Nusrat descubriendo que tiene un rango vocal de seis octavos.
Además, puede cantar con intensidad religiosa durante muchas horas.
Supo abrirse al mundo moderno: grabó con Peter Gabriel, David Bottrill, Michael Brook, Darryl Johnson, James Pinker y Guo Yue, entre otros; compuso las bandas sonoras de la películas Asesinos Natos, La última tentación de Cristo y Dead Man Walking, y cantó en 40 países.

La palabra qawwali significa expresión o declaración, y aplicada por el sufismo connota una proclamación filosófica o de sabiduría. Quien canta qawwali encarna la voz del poder divino. El qawwal tiene el poder de transportar a quien la escucha, tomando sus sentidos y elevando sus niveles de conciencia para hacerlos más receptivos. En un artículo de webislam (www.webislam.com/?idt=20007) se refiere que “El trayecto en el que es transportado el escucha hacia otro estado de conciencia (hal) sirve para llevarlo hacia un nivel de iluminación o conocimiento interior (marifat). (…) En voz de Nusrat Fateh, la música qawwali es carne y espíritu trascendiendo, mediante el placer, en el tránsito de esta vida tan breve en la Tierra. Placer sublime por medio de la música, que es la expresión sonora del espíritu. Placer carnal, placer del alma. Se trasciende, con la música de Nusrat Fateh Ali Khan, inclusive en la noción de religión. En la condición humana. Los ejecutantes de la música qawwali, eminentemente vocal, ejecutan formas sofisticadas devocionales de llegar al éxtasis.“




Alá Es Grande en ti, Polaca, que me has abierto las puertas a Su Voz en Nusrat.







miércoles, 20 de julio de 2011

Chica complicada

    Pá, ¿qué pensás de Sofi?
    Me preguntás para que te diga la verdad, ¿no?
    ¡Uh!...
    Sí, “uh”.
    Entonces mejor no me digás nada.
    Bueno.
    Dale, decime.
    No había una más complicada, ¿no?
    Es tremenda. Pero escuchame, no es la mujer más complicada que conozco.
    ¿No?
    Vos conocés a una peor: mamá. Esa es la mujer más complicada que existe.
    Sí… no… Te equivocás. Mucho, pero mucho más complicada es mi madre.



martes, 19 de julio de 2011

Las almas blancas


Hasta donde la memoria se hunde en la ignorancia, sólo una cosa se sabe de la aldea de Hun, pero es algo tan poderoso que no es necesario saber nada más: sus habitantes están todos condenados a padecer una enfermedad monstruosa. En otros siglos la imaginación de los vecinos creaba laboriosamente leyendas sobre cómo era aquella endemia: de dónde había surgido y cómo laceraba, retorcía y deformaba los cuerpos. Pero con el tiempo, todos alrededor se cansaron de elaborar hipótesis que ni se confirmaban ni se refutaban, mientras la aldea permanecía siempre igual. El aislamiento de la aldea de Hun fue profundizándose más y más. No sólo nadie se atrevía a llegar hasta sus muros y penetrar y nadie salía para evitar la propagación de la enfermedad, sino que ni siquiera viajaban las fantasías desde afuera ni la información desde adentro. Ninguna mirada ni  pensamiento se posaba sobre la zona de la aldea en la época en que el Maestro llegó al pueblo de Khari, donde conoció la historia de la aldea de Hun. “Tal vez me necesiten allí”, pensó para sus adentros.

El Maestro era hijo de Hon, el hombre a quienes todos vieron ahogarse y que volvió sólo para que su madre lo concibiera. Desde entonces siguió revelándose en sueños a su hijo para enseñarle el mundo de los seres de vida elemental.

Tras algunos días que transcurrieron entre largas charlas en el templo y la cura de ciegos, leprosos y enfermos del alma, el Maestro abandonó Khari en dirección a Hun. Varias jornadas de camino por un bosque desierto y frío, lo llevaron hasta las puertas de Hun. En el muro encontró la abertura donde una vez había habido una puerta y entró en la aldea. Poco después lo rodeaban varias decenas de personas, todas casi idénticas entre sí. Había muchos más ancianos que en cualquier lugar donde había estado. Todos eran muy apacibles, aunque no tuvieron ninguna formalidad en el recibimiento. Le hablaron, pero no podía entenderlos. Al rato se cansaron de mirarle las ropas y los rasgos, y de que no hubiera entendimiento, y se fueron. El Maestro creyó percibir cierto apesumbramiento en la falta de reacción ante su llegada. Al fin dos ancianas y una mujer madura le hicieron señas de que las siguiera y lo condujeron  hasta un cuarto para que lo aceptara como alojamiento.

Los días pasaron. El Maestro comenzó a entenderse con los aldeanos. Supo así que vivían más de doscientos años. En nadie halló rasgos de la horrible enfermedad que le habían referido en Khari. Muy al contrario, todo el mundo estaba saludable… Quizás extrañamente saludable. Él mismo comenzó a sentir un bienestar casi exultante en su cuerpo.

En un primer momento se sintió muy bien, con gran energía y necesidad de correr, nadar, trepar los árboles. Este ánimo estaba en sintonía con el estado atlético de los habitantes de aquella aldea, pero contrastaba con el ánimo frustrado de todos. En un momento entendió que estaba definitivamente ante un enigma. En los días en que trató de resolverlo, él mismo comenzó a sentir cierto fastidio por el impetuoso bienestar que le imponía su físico. La salud de la que gozaba era la que todos los humanos anhelan, pero había algo en ella… “Quizás no es esta la realidad del cuerpo, pensó. Quizás el cuerpo se enferma, quizás la enfermedad es parte del cuerpo y el bienestar no la excluye, sino que la somete”.

Este pensamiento le corrió al Maestro el velo que ocultaba la realidad. Poco después comenzó a ver a las almas blancas, criaturas que van del tamaño de una semilla de girasol al de una pequeña calabaza. Se parecen a huevos alargados y se mueven como gusanos. Son blanquecinos transparentes. El Maestro las recordó. Hacía muchos años supo de ellas. Las más pequeñas acuden a los cuerpos que alojan enfermedades superficialmente. Si las enfermedades las superan y comienzan a crecer, llegan almas blancas de mayor tamaño. No tienen la misión de curar, sólo se alimentan de las enfermedades. Aunque aprenden a amar a las personas, no se sienten responsables de su salud. A veces una enfermedad toma a la persona hasta matarla y sigue creciendo después de su muerte; las almas blancas se entristecen por la muerte, pero más las hace feliz que su alimento haya crecido.

El Maestro entendió que por alguna razón la aldea Hun había concentrado una superpoblación asombrosa de almas blancas. Cualquier enfermedad que asomaba era devorada inmediatamente por una horda famélica de almas blancas de todos los tamaños.

Pero no pudo entender la razón de la concentración hasta que se le hubo presentado en sueños su padre, el Muerto-Vivo. Su padre le mostró que los aldeanos terminaban transformándose en almas blancas. Su gran padecimiento era la condena a una vida eterna en la que erraban miserables, desesperados de hambre, arrastrándose en pos de cualquier enfermedad, y al encontrarla, ser morbosamente feliz.



Por Iring Ng y Gustavo Ng




lunes, 18 de julio de 2011

La primera vez de lo mismo


Tengo un genuino respeto por mi primo Cacho. Nuestra tía en común Betty diría que mi respeto se debe a mi conciencia de que un leve manotazo de Cacho me estamparía contra la pared, dado su tamaño gigante y su fuerza. Tiene un criterio, una ética y un sentido de la decencia que son excepcionales y me provocan un respeto sincero y rotundo. No le gustan las cosas poco claras, enredadas o desordenadas. Le gusta que las cosas sean lo que se espera de ellas, encontrarlas donde deben estar y que aparezcan a la hora en que deben aparecer.
Un día fui a visitarlo y lo encontré discutiendo con una vecina. El le puntualizaba a la señora —mayor— que varias veces ella había dejando la puerta del edificio sin llaves, lo que implicaba riesgos a la seguridad de los vecinos. Un poco en broma y un poco en serio la señora le retrucaba que él no podía hablar de responsabilidad porque era un vago que se levantaba al mediodía. “Siempre antes, señora. ¡Antes!”, contestaba Cacho. Cuando le conté de la discusión a la hermana de Cacho, mi prima Estela, me confirmó que se despierta 15 minutos antes de las 12, todos los días puntualmente, “para ver Hijitus”.
Hijitus es una tira animada de pocos minutos que se pasaba por televisión cuando apenas existía la televisión. La veíamos con Cacho cuando teníamos seis o siete años. Los dos canales de Rosario transmitían dos horas al mediodía, interrumpían y retomaban desde las 17 hasta la medianoche. Faltaban más de diez años para que ganara más colores que el blanco y el negro, y 20 para que apareciera el cable ofreciendo un menú más variado de canales.
Desde que supe para qué se levanta Cacho 15 minutos antes del mediodía, tengo muchas ganas de caerme una mañana con unas facturas, y tomar la leche viendo con él Hijitus. Nos indignaremos al unísono con la falta de escrúpulos del profesor Neurus, nos asombrará la fuerza loca del Boxitracio, canguro boxeador que llegó desde Australia, nos llamará la atención el habla arrabalera de Pucho, nos resultará pintoresco el comisario correntino, nos impresionará la personalidad arrolladora de Oaky, la locura de Raimundo y la flema del millonario Gold Silver, y sobre todo, seremos felices cuando Hijitus, en el momento en que las papas quemen, se meta por la parte de debajo de su sombrero, y por la de arriba salga volando en su trajecito apretado de niño superhéroe, y el ventiladorcito que lo hace volar girando sobre su  cabeza. Sé que Cacho y yo veremos la misma historia, al mismo tiempo sentiremos lo mismo y no habrá diferencia entre nosotros. Todos estos años, unos 40, Cacho ha disfrutado de Hijitus, y no se le gastó nada. ¿Cuántos más habrá, que le sacaron tanto partido a Hijitus?

Hay muchas novelas que puedo volver a leer como si las leyera por primera vez. Me asombro de lo poco que recuerdo sus detalles, pese a haberlas leído varias veces. Y si llego a recordar, ello no tiene ninguna relevancia, porque lo que importa es cuánto me gusta y lo que me suscita.
No es que me niegue a las obras que no haya leído, sólo que no siento avidez por la novedad, ni la necesito. Si me llevara a una isla desierta El viejo y el mar, podría vivir allí hasta el fin de mis días releyéndola.
En cambio, supe de un gran escritor argentino, de solemne gravedad, artista que carga con la densa herencia de Lugones, Sartre, Cervantes, Dostoievsky, todo el Panteón de la Literatura Universal. Da talleres literarios, pero no a cualquiera. Para poder entrar en sus selectísimos grupos, hay que rendir una prueba, en la que él inquiere, cual monje en un sótano eclesial de Toledo, el acervo bibliográfico del aspirante. ¿Conoce la Divina Comedia? ¿Rojo y negro? ¿La obra de Shakespeare? ¿Los clásicos latinos? ¿Quevedo? Adonde el examinado flaquea apenas, donde dubita y ofrece un nombre o un episodio sin perfecta convicción, allí nuestro prohombre de las Letras se da el gusto de hacerle ver cuán ignorante es, cuán vanas son las aspiraciones del vulgo de alcanzar la ilustración, y cuán miserables las pretensiones de la burguesía de arribar al sagrado círculo enaltecido de la auténtica cultura.
Ese señor entiende que es mejor persona aquella que acumula mucha lectura, quien ha logrado amasar un capital literario. Imagínense cómo quedaría yo en su examen, con mi único y ajado ejemplar de El viejo y el mar en mi mochila. Sería condenado a sufrir en la miseria de la ignorancia.

Y si a aquel gran escritor se le ocurriera tomarme como objeto de su eminente mirada de crítico literario, podría enriquecer su ensayo trayendo a colación la estigmatización que Sarmiento hizo de los bárbaros locales.
Bruto amasado con polvo de indio y sangre de gaucho, el bárbaro nativo es refractario a la idea básica de todo progreso: el acopio. No lo entiende. No le entra en esa cabeza que sólo desea alcohol, pendencias, sexo y joda. Y si por casualidad se ve ante una fortuna, la despilfarra sin demora. No tiene el sentido del trabajo, del sacrificio; apenas gana unos pesos para comprarse su pilchita, su televisor, ir al fútbol, las zapatillas, el celular, corre a comprarlo y desaparece. Pero como siempre compra nada más que bienes perecederos, al tiempo vuelve, más pobre que antes, a rogar por una changa, le paguen lo que paguen. Y así anda, arrastrándose en la pobreza, con una chorrera de mocosos descalzos entre perros flacos, y, eso sí, cada tanto dándose esos gustos primitivos.
Con mi suegro trabajaba Ramón. Mi suegro cometió el error de pagarle a Ramón todo el trabajo que había hecho. Para qué: desapareció como diez días. Después se supo que se había comprado unos zapatos carísimos y se había ido al baile; ahí se acollaró con una negra y se fue con ella. Luego volvió a su casilla en la villa miseria, ahí se cagó a trompadas con su mujer, fue a parar a la comisaría, y después al hospital porque un hijo de la mujer le rompió tres costillas de un palazo. Todo ese tiempo anduvo con los zapatos que mi suegro jamás se hubiera comprado porque costaban una fortuna. Y cuando volvió con mi suegro aún los tenía calzados, y se puso a trabajar en la obra con ellos. Esta historia me la contó mi suegro señalándome los zapatos con la pera y luego sacudiendo la cabeza con un gesto de “qué bárbaro, ¡no tienen remedio!”

En el mercado cultural el valor está dado por la originalidad. Tienen riqueza cultural los autores que emiten originalidades y aquellos que las coleccionan. Los negros de mierda de todo el mundo son incapaces de entender este principio. Los músicos de Jajouka, como el resto de los africanos, se largan a hacer música sin parar, durante varios días. En ese interminable concierto aparecen melodías diáfanas, recortadas, macizas canciones. Cualquiera de ellas sería un hit mundial en manos de un productor discográfico, y los músicos celebran su aparición, y la repiten una y otra vez, quizás durante horas. Pero de repente se cansan y la abandonan, y van a otra cosa, a otra melodía o al impasse de un ritmo anodino, y la canción aquella quedó para siempre olvidada. Ni siquiera los orientales, con su gran cultura ancestral que brillaba, como la de los chinos, cuando los ancestros de Mozart, Brahms y Bach eran unos salvajes que correteaban desnudos por pantanos congelados, ni siquiera ellos supieron comprender el valor de la originalidad. O peor aún, las haikus están reglados para evitarla, determinando con rigidez marcial la cantidad de sílabas y versos, los temas a tratar e incluso los figuras a usar. La pintura china exige un uso limitado de los colores y las técnicas, y también establece una cantidad mínima de temas. Para existir la belleza no requiere el vulgar exabrupto que conlleva la vanidad; toda traza de originalidad debe disolverse en la belleza.
No le exigirían los chinos a mi primo Cacho que mire otra cosa en la televisión que Hijitus. O, como dijo mi amigo Hugo, “me importa menos que lo original, lo originario”.



lunes, 11 de julio de 2011

Estupor


Estupor es una palabra magnífica. El estupor es algo que al sentirse, llena toda la realidad. Y es algo fuertemente preñado de suspenso. Y algo que toma por completo al personaje. Algo que es la cresta de la tensión entre acciones; el estupor es pura cinética. Y qué falla horrible del idioma español, la de carecer de la palabra que nombre al agente de la estupefacción. No existe el equivalente a asombroso, pavoroso, horripilante, genial, explosivo. Nótese lo tristísimo de la palabra estupefaciente.

Chicas en el patio de comidas



Dot shopping center, 9 de julio de 2011.

jueves, 7 de julio de 2011

Sordo


El Estado Nación ha sido inventado básicamente para la guerra. La colonización que ha hecho de nuestro concepto el Estado Nación como unidad en cualquier otro sentido, permanentemente nos lleva a errores, equívocos y desatinos. Pensamos en China, por ejemplo, y se nos ocurre homogénea, y ya pensamos en los chinos como iguales, “los chinos son así”. Una idiosincrasia, una identidad, etc. Para actuar sobre la realidad necesitamos simplificarla hasta lo conocido y manejable, y la entelequia Estado Nación es un vehículo eficaz para esa maniobra.

En la novela Solaris, Stanislaw Lem plantea que una vez en ese punto, los hombres suelen comportarse: a) manejando lo que se pueda sin perder conciencia de que se está frente a un misterio, afrontándolo como tal, b) reduciendo lo que se ha encontrado a algo conocible e ignorando cualquier aspecto que no conoce y c) si no pueden comprenderlo, y por tanto no lo controlan, lo destruyen. En el equipo de comunicación del Proyecto Dang Dai intentamos la primera opción. Encontramos, entonces que en el idioma chino nada es unívoco. Peor aún: nada es lo unívoco que necesitamos que sea, necesidad que además está apuntalada por la manera enfática y categórica con que algunos chinos afirman. Un profesor me enseñó que el ideograma que denomina la vela está compuesto por los rasgos corazón y cáñamo, y me explicó que significa: aquello cuyo corazón es de cáñamo, material del que está hecho el pabilo. Me pareció una figura no sólo adorable y poética, sino contundente, y sentí que sabía algo del infinito idioma china; una pizca, un pequeñito fragmento, pero verdadero. Cuando yo era un niño le pregunté a mi padre (chino) qué habían hecho con la cruz de Cristo y me contó que la habían trozado en muchos pedacitos como astillitas, y repartido las astillitas entre los católicos. Yo tenía en vela uno de esos trocitos. Sin embargo, he aquí que cuando me jacté ante otros chinos de aquel saber, una y otra vez me miraron frunciendo el ceño: el ideograma vela no estaba hecho de ningún rasgo que significara nada, mucho menos aquello de corazón y cáñamo. Bienvenido al mundo donde nada es definitivo, ni concluido, ni claro, ni taxativo. Sé que algunos están pensando en la cita de Foucault de El lenguaje analítico de John Wilkins, de Borges. En Otras inquisiciones menciona al doctor Franz Kuhn refiriendo “cierta enciclopedia china que se titula Emporio celestial de conocimientos benévolos”, en cuyas “remotas páginas está escrito que los animales se dividen en (a) pertenecientes al Emperador, (b) embalsamados, (c) amaestrados , (d) lechones, (e) sirenas, (f) fabulosos, (g) perros sueltos, (h) incluidos en esta calcificación, (i) que se agitan como locos, (j) innumerables, (k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, (l) etcétera, (m) que acaban de romper el jarrón, (n) que de lejos parecen moscas.”

Entrar en los asuntos chinos es siempre meterse en los laberintos interminables labrados milímetro a milímetro, en las brillantes cajas chinas de sucesión eterna, en la confusión absoluta de tiempos, categorías, espacios, etc., en los misterios que derivan en misterios dentro de otros misterios que derivan de otros misterios y desembocan en otros misterios. Borges había accedido al alemán Kuhn leyendo su traducción de El sueño del pabellón rojo, una novela tan fundamental para las culturas chinas como El Quijote para los hispanos y fabricada con una diversidad abrumadora de personajes, mundos, criaturas, géneros literarios, fantasías e historias. Interesante es que con su urdiembre inagotable e inagotablemente complicada, El sueño del pabellón rojo es una novela tan popular en China como lo fue el Martín Fierro para los argentinos. “Los chinos la saben desde la cuna, nos comentaba un sinólogo. Es parte del sentido común literario. No se es chino si no se tienen las historias de El sueño del pabellón rojo incorporadas a la experiencia de vida”.

Puede uno detenerse a cada paso que se da en ese mundo maravilloso y de infinitud abrumadora o pesadillesca, y tomar las opciones indicadas por Lem. Cada decisión será una síntesis entre el mundo chino y el que vive en el visitante. Camilo Sánchez, el cáñamo encendido de la vela del Proyecto Dang Dai, nos explicó estos días cómo escriben los chinos la palabra sordo: el ideograma está compuesto por los rasgos oído y dragón. La exposición de Camilo, fundamentada en su capacidad contemplativa, privilegió el término con un poder poético que nos fascinó. Nos hizo sentir nubes de dragones soplando sobre nuestros oídos masas de fuego hechas de rugidos indistinguibles. En un momento todos estábamos mirándolo hipnotizados como chicos que ven por primera vez caer un árbol. Yo temí que la eternamente mutante, huidiza realidad china le deparara a Camilo un profesor que le desbaratara el mágico ideograma. Posiblemente sucederá. Nada dura, todo es sólo lo que va de este instante a este instante. Pero entonces, el instante en que Camilo nos hechizó con su oído más dragón, fue un gran momento en nuestras vidas.


Gustavo, del Proyecto Dang Dai





Quien se atreva puede copiar este ideograma como pueda y llevárselo a la china del supermercado, mostrárselo, preguntarle qué significa y si los dos signos de que está compuesto significan uno "dragón" y el otro "oreja".


PS. A propósito, o no, nada que ver: Camilo y yo nos estamos quedando sordos.


miércoles, 6 de julio de 2011

$5 bucal

En BA hay una campaña putista y una contrampaña antiputista fabulosas. La primera la hacen los pibes de los comisarios cafishios: van con un pote de plasticola, pegando filas kilométricas de volantitos de $5 bucal en teléfonos públicos (tal el destino final de los teléfonos públicos), y detrás vienen señores y señoras de dos vertientes, una judía y otra católica, que con santa indignación se dedican a arrancar los susodichos $5 bucal. Se persiguen unos a otros, tratando de no coincidir. Una vez vi a un pibe frenético pegador tres metros delante de una señora de furia despegadora.

martes, 5 de julio de 2011

Linda señorita




Hablando con los muchachitos que trabajaban en la mina en Potosí, descubrí que para ellos una chica era linda, en un sentido estrictamente estético, cuando al estar junto a ella se siente su modestia, compañerismo y buen humor.