martes, 21 de junio de 2011

Julie

Julie es hermosa. Sería tan irremediablemente elegante en un barco llamado African Queen, entre el barro, los incruentos insectos de la selva y soportando a un hombre rústico, como lo es en su departamento de Recoleta. El costado más hermoso de su elegancia es su naturalidad. Julie hace sentir a los demás, sin que los demás se den cuenta, de que no hay ninguna diferencia entre ella, quien probablemente navegó de verdad en un barco llamado African Queen, y quien la visita —uno que se tapa la manga del pulóver para que no se note que está un poco deshilachado.
Julie ofrece con orgullo, sin permitir que se le rehúya, un té con “yuyos de mi balcón”. Luego habla de sus fotos. Dice que necesita mostrarlas, y que hace ya demasiado tiempo que la tienen atrapada los males del cuerpo. Entonces una sombra densa la oscurece. “No puedo…” dice, “y necesito tanto mostrar… tanta obra… ¿para qué?”, dice, y no puede reprimir un llanto de rabia. No da pena; llora altivas lágrimas dignas, de frustración porque quiere dar y no puede. Camilo llega hasta su lado y le toma la mano. El principio, pienso yo desde el otro lado, de una hermosa amistad.




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