martes, 26 de octubre de 2010

Muerte de Tita

La Abuela Luisa.

Murió finalmente Tita. Cuando llegué ayer a la casa de velatorio, la misma en la que habíamos velado a sus hermanas Irma y Chela, Betty me contó que al llegar con Tita unas horas antes, “había un loro volando por acá arriba, meta gritar”. Toda su vida Tita amó los loros. Cuando, después de su vida en Buenos Aires, que incluyó también una vida en Estados Unidos, volvió a vivir a San Nicolás, se alojó en el departamento de su mamá. Eso era completamente natural, porque la familia Lorenzo tiene un parentesco puro y nadie pierde el lugar en la casa de su madre. En el departamento de la calle Francia, Tita vivió con su mamá, para nosotros La Abuela Luisa, y con Irma. Había allí un jaulón con cotorritas australianas que criaba mi abuela. Las cotorritas solían tener pichones, y así las había celestes, amarillas, marrones, verdes y blancas. Eran una versión muy fina, como de porcelana, de los loros, con sus suaves colores, su tamaño delicado, sus chilliditos graciosos. Eran la versión de los loros que agradaba a La Abuela Luisa, una mujer que disfrutaba la decoración discreta, el buen gusto y la mesura.
Cuando murió La Abuela Luisa y Tita e Irma quedaron solas, muertas las cotorritas fueron reemplazadas por catas, unas cotorras menos elegantes, mucho más escandalosas, agresivas y desaforadas. Las tenían de a dos y especialmente cuando llegaban visitas las “Pepas” mostraban cuán revoltosas y maleducadas eran. Como las cotorritas australianas habían sido de La Abuela Luisa, las Pepas eran de Tita. Gritaban sin control, sobrevolaban el comedor de los cuadros a las cortinas y en mitad de sus vuelos daban arteros picotazos a los cueros cabelludos de los invitados. Betty contó un diálogo que tuvo con una de las Pepas. “Yo le decía «A Irma no se la pica», y la Pepa, caminando en círculos arriba de la mesa, compadreando: «Tita noselepica, Tita noselepica»”. La única cosa en este mundo que lograba amedrentarlas eran los repasadores, usados hábilmente por Irma. Las Pepas iniciaron su guerra contra aquellos seres terroríficos y con el tiempo los empezaron a vencer. Betty contó que ella vio cómo las Pepas escondían los repasadores debajo de un mueble y su hermano Ricardo refirió que la victoria final fue cuando lograron meterlos dentro del jaulón, que Tita dejaba abierto y dentro del cual nadie osaba meter la mano. Las Pepas fueron unos personajes muy famosos de la familia Lorenzo aquellos años, y ciertamente, par a par con Tita, los más incorregibles.

La decadencia de las Pepas fue originada por el primer derrame cerebral que volteó a Tita y la dejó dependiente del cuidado de Irma. Para cuando Tita tuvo el segundo derrame las Pepas ya no eran parte de este mundo. Luego murió Irma y Tita pasó al cuidado de la hermana que aún no ha sido mencionada aquí, Celia. Tita fue mudada a la casa de Celia, más grande que el departamento. Pasaron dos o tres años más de silencio, hasta que apareció un loro. Ya no era una graciosa cotorrita australiana, ni una mediana cata, sino un tremendo loro grande como una gallina.

A propósito, hay un detalle que no debería omitir. El abastecedor de loros en todas sus versiones fue siempre el mismo: Ricardo, otro hermano. En esa familia de parentesco infantil, todos disfrutan de los animales de la misma forma. Los festejan.

Ricardo fue no sólo el proveedor del loro grande, sino el autor de transformar una caseta de tubos de gas en desuso en una jaula magnífica, tan grande que fue un ambiente más agregado a la casa.

Ese animal se convirtió en fugitivo, pero inició la era de los grandes loros. Hace un par de años encontré otro loro, de extraños colores graves. Mi madre dijo que se llamaba Alpargata, porque “habla tanto como si pudieras una alpargata adentro de una jaula”. El animal, en extremo retraído, siempre asustado, desesperado por escaparse, no era del afecto de nadie, porque lo que se quiere de los loros es aquella personalidad extrovertida y ocurrente que los hace animales locos de los que puede esperarse cualquier cosa.

Hace unos meses se incorporó otro loro más, de los que tienen la punta de la cabeza amarilla. Algo ensimismado al principio, con el tiempo fue remontando su condición de loro hasta parecerse cada vez al loro tanto tiempo deseado. No sólo mostraba el repertorio con el que venía, “¡gordo!”, “¡pasála!” (Celia entendió que venía de una casa donde unos chicos jugaban al fútbol), risas varias y ladridos de perro, sino que empezó a incorporar las palabras que le enseñaba Celia, “qué lindo lorito” y la canción de Rafaella Carrá “Pedro-Pedro-Pedro, Pedro-Pé”. Era el loro que Tita había querido desde las decorativas cotorritas australianas. Aquí estaba. Y él pareció entender el asunto porque comenzó a imitar a cada una de las perras, a los gatos (Anita, hija de Celia, llegó a identificar que el loro imitaba el sonido de dos gatos en los prolegómenos de una pelea), una infinidad de frases humanas, el despertador del celular del hijo de Anita, Gastón), largas melodías silbadas. A Tita le divertía mucho escuchar al loro burlarse de Celia cuando retaba a su perra Pupi, cada vez que Pupi atrapaba un gato para darle su merecido. “¡Pupi! ¡Pupi! ¡Laputacarajo!”

En fin que Tita tuvo, en sus últimos días, el gran loro soñado. Una realización. Celia disfrutaba mucho esa pequeña felicidad y apoyó el jaulón del loro contra la ventana junto a la cama donde Tita debía pasar todo el día. Tita lo escuchaba y lo miraba, y el loro hacía su show. Su última morada en este mundo, como dijo alguno, fue una habitación con vista al loro.



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Los hermanos de Tita fueron catorce. Tita ayer marchó a reunirse con la Bicha, Milo, Benigno, Eglae, Coco, Tito, Irma y Chela. Los que quedan vivos estuvieron todos en el velorio y el entierro de Tita: Horacio, 85, Edgardo, 78 (con Rosita), Betty, 77, Celia, 70, Ricardo, 67 (con María Delia), y Luisito, 65. Como dijo Luisito en el cementerio: vamos perdiendo 9 a 6.



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El cuerpo de Tita fue depositado dentro del templete que lleva el título “Familia Lorenzo Borelli”. El templete fue un proyecto de Irma, concebido y ejecutado en la época de las Pepas. Es una especie de pequeño pabellón de nichos privado; aunque contempla espacio para diez cajones, desde el principio Irma y Tita se peleaban porque las dos querían el mismo lugar (creo que arriba, a la derecha). Irma murió primero, pero ninguna de las dos ocupó aquel lugar. En el entierro esta mañana Horacio hacía cuentas de cuántos lugares quedaban; Luisito se dio vueltas y dijo “yo paso, gracias”.

El cajón de Tita fue dispuesto pegado al de Chela, como para que duerman muy juntitas en ese frío y esa quietud aterradora del cementerio.



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En el cementerio no percibí un sentir muy hondo. No se escucharon llantos sino esa tristeza amansada pero incurable de cuando muere alguien que padeció mucho tiempo una enfermedad. Todos los que estábamos allí tuvimos para ese momento más de diez años de preparación, desde que Tita tuvo el primer derrame cerebral.


Frente al Templete, Edgardo y Betty. Semioculta, Chiquita.


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Uno de los momentos en que temí con mi sentido más realista la muerte de Tita (y estoy seguro de que estuvo muy cerca del borde), fue la tarde en que depositamos al cadáver de Irma en el mismo lugar. La congoja fue entonces desgarradora, porque todos esperábamos, algunos necesitábamos, que Irma siguiera muchos años más, hasta hacerse una viejita muy chiquita y muy santa, pero enfermó y murió en pocas semanas. Entonces sí hubo llantos que rompieron el silencio desamparado. Frente al templete Tita, en una silla de ruedas que odiaba, gritó “¡Irma!” y le vi una desesperación tan inhumana que pensé que estallaría.



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Muchos hemos sentido que teníamos verdaderamente razón al entender que la simpatía de Tita con los loros era por la maldad. Nada más malo que un loro dando un picotazo a un endeble dedo con ese pico terrorífico que tienen. Y nada más malo que un sermón de Tita. Por otro lado, todos deberíamos reconocer que lo de Tita no era auténtica maldad, sino su rabia desatada. Cuando le tenía bronca a alguien, nada se podía hacer para que volviera a tenerle afecto. Durante años, cada vez que se refería a cierta persona, cerraba un puño y decía “me dan ganas de darle un piña y ¡hacerle volar ese diente solo que tiene ahí” (era cierto, la persona en cuestión tenía un solo diente en las encías superiores). Irma quería civilizar a Tita cada vez que la escuchaba decir esto, pero no podía porque le agarraba mucha risa. Además, como el resto, sabía que Tita tenía razón.



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Tita decía las cosas más tremendas de frente, se las tiraba todas encima a cualquiera, sin importarle en absoluto las consecuencias. Y no decía cualquier cosa; rebuscaba en el otro su defecto más oculto y peor, su miseria más defenestrable. Y siempre acertaba, como acertaría al diente único de aquella persona a quien miraba fijamente el interior de la boca mientras hablaba. A una le decía “¡tula!”, a un portero que veía cómo Irma cargaba una valija y no le ofrecía ayuda, “¡Martín! ¡descomedido!”; a uno “vos sos un vividor”, a otra “lo único que pensás es en lo que vos querés y los demás no te importan una mierda”; a otro “¿no ves, zonzo, que ella tira para su familia?”. A otro, “sos un boludo”. Todo eso, a personas con quien uno no osaría romper, o por lo menos no por decirle una verdad. Ella, en cambio, no tenía problemas.

Muchos, si no todos, teníamos un miedo bárbaro a lo que nos podía decir e indefectiblemente, tarde o temprano, nos decía.
Tita con Isabel, su ahijada muy querida.

Además del dolor de escucharla, el efecto de lo que decía era también cierto tipo de agradecimiento, porque de alguna manera su lonjazo en las costillas te liberaba. Generaba una dependencia, que no creo que fuera por simple masoquismo; Tita no hería sólo porque fuera mala, no laceraba sólo por dañar, porque en su actitud, que incluía el riesgo de que uno no le hablara más en la vida, también te quería mucho. Hasta se podría arriesgar la idea de que su maldad era la manera en que su carácter tremendo le permitía querer.



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Lo fuerte de Tita era su temperamento. Era explosivo. Tita embestía con decisión, la porfía y la temeridad de un carnero y con la lengua filosa de un loro. No tenía miedo a nada. Muchos celebramos la nobleza de ese tipo de bravura, su desprecio por toda mesura, ese fundamentalismo pendenciero. Muchos creemos que de esa manera la vida vale mucho más ser vivida.

Después del cementerio. Luisito, María Delia, Edgardo, Celia, Anita, Rosita, Gustavo. Ricardo,Gastón, Paulina.


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Hubo poca gente en la casa de velatorios. Mientras viajaba a San Nicolás creí que serían esos funerales a los que concurre la mitad del pueblo, pero debí entender en el lugar que habiendo durado tantos años, Tita ya no tenía muchos de los suyos que fueran a despedirla en esta orilla del río. Fueron sus primos Pipa y Milito Cándido, Maruca, Mario y Nilda Pesoba, Chichi Borelli, Daniel Soulé y otros que no reconocí. Estábamos un puñado de sus sobrinos: Marcela, Alicia (con David), Chiquita (con Miguel), Carmencita, Patricia, Héctor, Anita, Andrea, María Eugenia. Incluso fueron sobrinos nietos: Manolo (con Magalí; noticia en el velorio: está embarazada), Paulina, Gastón, Giuliano, Luisina, Andresito.

Con cada uno, grandes y chicos, Tita tuvo una pequeña historia. A cada uno Tita le dijo algo picante como la ortiga y más de uno quedó dependiente de la relación con ella.
Retrato de Irma en la cómoda de la habitación de Tita.

Rosita, la mujer de Edgardo, dijo: “a cada uno Tita le dio algo importante”. Es verdad. Ahí estaba Héctor, sin ir más lejos. Tita lo recibió en su departamento cuando Héctor estaba cayendo en picada luego de la muerte de su papá. En el departamento apenas cabía Tita, pero no tuvo problemas en alojar a Héctor por el tiempo que necesitara para recuperarse. (Es cierto que un par de cosas le dijo). Con soberbio sentido de la justicia Rosita recordó que cuando ella y Edgardo se habían mudado a Avellaneda y Edgardo trabajaba todo el día, “la que me ayudó con las nenas fue Tita. Yo estaba sola allí, era la primera vez que salía de mi pueblo y no sabía nada. No sabía muchas cosas de criar a los chicos, y Tita me enseñó mucho”.



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Muchos de los que estuvimos en el velorio hemos tomado distancia de los ritos. Algunos estamos por su abolición total, otros quizás estamos de vuelta y los reivindicamos, luego de haberlos negado. Pensamos que los ritos permiten dejar el pasado atrás, nos unen como grupo y son una manera de marcar una vida que de otra forma se transformaría en una rutina indiferenciada. Lo cierto es que pocos a esta altura sienten interiormente la condición sagrada del rito. Frente al templete, varios nos resistimos a la idea de que nuestro cadáver fuera depositado allí dentro. La opción cenizas al viento va ganando popularidad también en esta familia en que los muertos son tan importantes como los vivos.



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Pregunté qué habría que hacer con los recuerdos de Tita que he mantenido en su departamento. Allí hay cartas y viejos regalos guardados sin usar, con tarjeta de dedicatoria y moño. Tita era una romántica incendiaria. Quizás le entregó al amor toda su ilusión, pero el amor fue miserable con ella y le pagó con tibieza, mojigatería y una especulación taimada que no eran dignos de ella. Un gallego charlatán y un galán maduro llegado de Letonia revolotearán en la memoria de algunos.


Joven Tita.


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Tita podía haber muerto en el primer derrame cerebral. Dos factores la mantuvieran viva, siendo que cualquier otra persona, o incluso un caballo, habría muerto. Por un lado, estaba esa incorregibilidad que la hacía intratable. Tita con neumonía: Irma buscándola por todo el departamento. No la encuentra, porque Tita está en camisón, en el balcón, con un frío de acero: fumando. Otra: Tita en la clínica, al día siguiente del segundo derrame. El médico, un jovencito muy predispuesto, le ha dicho “abuela, tiene que dejar el cigarrillo. Lo que le pasó fue por fumar”… y le suelta una perorata de diez minutos. Al final Tita le dice “no soy tu abuela”. Más tarde Irma ha salido al pasillo a charlar con alguien y siento unos golpes de animal en la habitación: Tita, la abuela con un derrame que debía impedirle caminar hasta que completara seis meses de rehabilitación, se ha parado, ha caminado hasta el baño, se metió, trancó la puerta y encendió un pucho. Los golpes son porque se le ha prendido fuego el camisón y no puede abrir la puerta.

Estaba, entonces, esa testarudez de mula. Por otro lado, en los diez años tuvo en Irma y en Celia a dos enfermeras cargadas de experiencia y talentosas, que además asumieron para Tita el lugar de la hija que cuida a la madre. Pocas reinas tuvieron el cuidado de Tita.

Cuando murió Tita, estaba con ella Chiquita, la hija de Horacio. En el velorio Chiquita cuenta pormenorizadamente los instantes finales. “Rabió hasta el final”.

Celia se había ido veinte minutos antes. Se reprocha haberse marchado. Dice que Tita pasó una mala noche. “Varias veces me preguntó quién era yo. Le decía que era Celia y no me creía. Luego me miraba fijo un rato y entonces me mandaba que me fuera, «¡andate a la mierda!». Hasta el final fue así”. “La última vez que la vi fue cuando la saludé desde la perta. «Chau, Tita, hasta luego», le dije, y ella por toda respuesta me hizo burla” Celia se ríe de esto. Se me ocurre que a su manera maníaca rabiosa, Tita eligió evitarle a su hermanita el espantoso momento de su muerte.



* * *



Durante el día de velatorio la cara de Tita cambió. Al principio era una Tita muy consumida y al final estaba muy parecida a La Abuela Luisa. Sin embargo, no cambió su expresión. Tenía el ceño fruncido, ese enojo de toda la vida. Pero también tenía su amor sin medida. Y había algo más. No estaba en paz. Más bien tenía la expresión de quien es vencido en una pelea. Tita peleó con la muerte una lucha total. Peleó desde el primer derrame cerebral —o quizás desde antes; quizás desde que vio a su mamá sufrir con la muerte de su primera hija. Nunca se resignó a ser una discapacitada. Durante diez años la muerte estuvo martirizándola para llevársela y ella, con la ayuda de su temperamento indomable y sus dos hermanas, resistió. Nadie puede decir que no dio todo hasta el último suspiro. Tita fue pura vida.

Entre tantas cosas que nos dio, nos deja esta última lección.

5 comentarios:

  1. ¡Uy Gus! ¡Qué hermoso lo que escribiste! Me hiciste lagrimear y no sólo por la belleza de tus palabras sino porque siempre me hiciste sentir a Tita como una tía mía. Gracias por compartir esto conmigo.
    Te quiero.
    Silvina

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  2. Gracias Silvina. Aunque no son parientes de sangre, vos y Tita tienen el gen de la maldad bien firme. Besos.

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  3. Que’s bueno tener un letrado
    De familia y buen dispuesto
    Pa recodar los encantos
    De la vida, con el muerto.

    Cholo Borelli Lorenzo

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  4. A Mi Madrina,

    La tita fue mi madrina y vivio en Buenos Aires en mi casa hasta que cumpli 9 años. Yo la quise mucho. Dormiamos la siesta juntas, ella me contaba cuentos y me cantaba. Me llevaba al cine, a pasear a la plaza, a darle de comer a las palomitas. Era alegre y buena. Era como una mama pero mas joven, mas divertida. Andava siempre arreglada, simpre lista para salir, se adornaba con collares, se pintaba los labios, usaba tacos altos. Cuando saliamos, los muchachos la silvaban y le decian cosas. Tenia un novio que me caia re-mal. Despues de grande supe que era casado, y menos me gustaba. Era Daniel el gallego. Si la abrazaba a la Tita, yo le sacaba el brazo para que no me la tocara, porque la tita era mia, y si se descuidaba, le pisaba los zapatos para ensuciarcelos por que siempre andaba de punta en blanco y era toda una figurita. Me acuerdo que una vez Daniel trajo un pulpo a mi casa de Avellaneda y lo cocinaron, fue todo un acontecimiento, pero yo no lo comi, primero porque me daba miedo y porque lo habia traido Daniel, y segudo porque en esa epocas mi dieta consistia solamente de sanguches de salame. Salame que tanto mi tia como mi mama salian a comprarme a toda hora, inclusive cuando los negocios estaban cerrados. Ahi salia la tita corriendo, a golpear las puertas de los negocios del barrio,cerrados a la hora de la siesta, hasta que conseguia mi salamito.

    Cuando tenia 9 años, nos fuimos a estados unidos. Mi mama cuenta con horror, que la Tita le pidio que me dejara con ella. A los 15 años, volvi a la argentina de paseo. Ahi vi a la tita en su departamente en el centro, y me di cuenta que ella era diferente, que era independiente, que habia dejado a la familia, y no para formar su propia familia, sino para vivir sola en la ciudad. Le encantaba Buenos Aires. Fumaba, tenia novio casado, mandaba a todos al carajo, decia malas palabras, salia de noche, hacia lo que se le daba la gana. Todo esto en una epoca cuando nada de esto era aceptable, especialmente para una mujer.

    Yo no estuve con ella en la vejez y se que eso trajo enfermedad y mucho sacrificio especialmente para la Irma y la Celia. Tita, cascarrabia cuando sana, mas mala se puso en su años de enfermedad, y entiendo que para los que convivian con ella no era facil, y que hoy quizas solo recuerden los ultimos años. Celia, un ejemplo para todos nosotros que no tenemos tiempo, que no podemos, que no nos sentimos bien, que tenemos suficiente con nuestras propias familias, hizo por la Tita, lo que pocos hermanos hacen, y lo hizo con gusto y con cariño. Tenemos mucho que aprender de ella.

    Tita fue rebelde y corajuda. A los que nos quiso, nos quiso con todo, y nos dio todo lo que tenia. Y a los que no quiso, se los dijo, sin pelos en la lengua. No entiendo porque la vida fue dura con la Tita, porque nunca encontro un hombre que la quisiera y que estuviera a su lado cuando mas lo necesito, porque Dios no le mando un hijo, a ella que adoraba tanto a los chicos. Espero que halla sido feliz a su manera.

    Tita! Madrina! Te quiero mucho y te voy a extrañar!

    Isabel

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  5. De Néstor Restivo:

    Una maravilla, Gus, qué bueno, literatura y vida como pocas veces uno ve o lee ahora. Salú por Tita!!!

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