martes, 10 de agosto de 2010

Quien tiene sentimientos




Es una receta: se provoca un estado de mente atónita, con lo que todo se hace posible, cualquier cosa. Aquello que bajo las leyes de la realidad era imposible, lo que racionalmente era impredecible ahora toma cuerpo lógico y se vuelve razonable, es entendible, tiene sentido. Vi cómo mi padre chino usaba este método para comprender y asimilar sentimientos que eran desde siempre parte de mí (que tenía 11 ó 12 años): el fanatismo enfermo por un club de fútbol, la nostalgia telúrica del folclore de Yupanqui, la entrega desaforada y llena de contradicciones del peronismo, la ironía apacible, apenas susurrada, de mis tíos del campo. Delante de mí, mi padre chino aprendió esas cosas. Esos sentimientos. Y ahora cuando le digo a Mary-Sue que los chinos no tienen nuestros sentimientos, que los aprenden como cualquier humano adquiere el idioma del medio al que es arrojado, ella se resiste a aceptarlo.
— No podés decir que no tienen sentimientos.
— No estos, no los nuestros; los nuestros los aprenden para entenderse con nosotros. Los sentimientos conforman un lenguaje, con sus términos, sus sintaxis, su pragmática, su metamorfosis. Un lenguaje hecho de signos, se significantes y significados, que se desplazan…

Ahora estoy esperando en la lavandería a que la china dueña me entregue la ropa que dejé para lavar.
Las lavanderías de Buenos Aires ya son casi todas de los chinos. Cuando abrieron esta, hace medio año, había tres o cuatro chinos, dos mujeres y los demás hombres, pero ahora sólo quedó una china. Es un asunto asombroso que pueda lidiar sola con las toneladas de ropa que veo alrededor, rebalsando canastas, girando dentro de las máquinas, aguardando dobladas dentro de miles de bolsas de nylon dispuestas en estanterías, colgadas en cientos de perchas, planchadas. Además, tiene una hijita, una bebé de dos años que anda entre las ropas, los canastos y las máquinas, y a veces reclama a su madre llorando. Es prodigioso que la china, además, cuando llega un cliente pidiendo su ropa, instantáneamente le trae sus bolsas, sin dudar, sin detenerse a pensar, ni a buscar, sin equivocarse.
Está conmigo, esperando también, Daniel Jacubowicz, que vive en mi edificio. Llegó antes que yo. Es un muchacho simpático, muy abierto, que hace sociales fácilmente. La china le trae dos bolsas.
— ¿Cuánto es, Lin? —Jacubowicz sabe su nombre. Ella dice cuánto es. El, contrastando con la velocidad de ardilla de la china, demora con lentitud algo artificial el gesto de sacar la billetera, contar los billetes y pagar. Descubro que lo hace a propósito, para bajar el frenesí de ella, para sosegarla. Veo que lo consigue. Veo que la mira a los ojos fijamente, hasta que consigue que ella, con una mirada penetrante y fugitiva, lo mire a los ojos también. Entonces Jacubowicz manipula su potente voz aplomada para decirle:
— Muy cansada, Lin. Estás muy cansada. Todo esto es mucho para vos, ¿no?
Y entonces veo cómo ojos de la china se vuelven acuosos y observo cómo un gesto de dolor quiere desfigurar su rostro. Mira para abajo, con el cuerpo quieto, parada en medio de aquel infierno de trabajo descomunal, con la vulnerabilidad desnuda. Está tan entregada al abrazo de Jacubowicz. Si Jacubowicz la abrazara, ella se desarmaría en un llanto sin fin.
Mary-Sue dirá que no es posible que la china haya aprendido eso.

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