miércoles, 25 de agosto de 2010

Volver a empezar


Eran tan pocas mujeres las que estaban para el concierto… sentí la tentación de pedirle disculpas a los músicos, Tomate y Gabriel. Sin embargo, ellos estaban exultantes. No les importaba en absoluto que su público fuera escaso, ni que, además, fuera casi impasible. Los músicos comprendían cabalmente que allí no estaban para recibir la masa encendida de un público fanático, sino para dar, fuera como fuera; fuera recibido o no. Y entonces una de las alojadas me llamó y me dijo al oído: “esto hace bien al corazón”. Le sonreí concesivo por la sencillez de la frase hecha, pero al instante algo me dijo que me estaba equivocando. La mujer no estaba repitiendo un cliché sino que había mencionado el corazón en un sentido físico, como si hubiera dicho “el té de hierbas hace bien a la digestión” o “hay que darle leche a los chicos, que le hace bien a los huesos”. Así entendí que me decía “esta música me hace bien al corazón”; la miré y vi que tenía los ojos cargados de lágrimas. Más tarde me señaló a otra señora: “está contenta. Tiene ganas de bailar, con esta música, pobre. Se olvidaría del agujero que tiene en su piecito”.

Gabriel en teclados y Tomate en guitarra, tocaron canciones y algo de rock. Gabriel rebalsó virtuosismo. Abrió con Himno de mi corazón. No le pregunté si lo había elegido a propósito, pero aquello era todo, sólo, corazón, de un lado y de otro: un himno del corazón. Tomate también hizo una elección que en algún nivel tampoco puede haber sido casual. Desde el fondo de sí cantó What a wonderful world. El público, hecho de mujeres a las que el lado oscuro de Dios arrojó a lugares horribles de este mundo, conocía la canción Volver a empezar y la pidió. Yo hubiera preferido que los músicos dejaran ese tema tan bien intencionado para otra oportunidad, pero lo tocaron. Y lo volvieron a tocar. Cada vez que se lo pidieron. Una y otra vez. Intenté ser delicado, más tarde, al preguntarle a Tomate por qué esa canción había tenido un lugar de privilegio en el recital y me contestó: “desde donde vos estabas no podías ver a la morocha. Esa se ve que tuvo una caída importante, ¿no?” (efectivamente, pasó por un infierno). ”Vos no sabés la fuerza con que cantaba. Cuando vi su expresión, que se hacía… extrema cada vez que cantaba la frase ‘volver a empezar’, se me anudaba todo por dentro, y el nudo se soltaba con la música”.

lunes, 23 de agosto de 2010

El amigo

Lo que sigue es un fragmento de Estorvo, de Chico Buarque.


Amigos de verdad sólo recuerdo a uno. Era algunos años más grande que yo y decía que yo tenía futuro. Vivía leyendo los diarios, las revistas especializadas, y después me decía que era todo mentira. Recibía correspondencia del extranjero, escuchaba los clásicos, iba a publicar en breve un tratado polémico sobre no sé qué asunto. Inventó y me quería enseñar una lengua llamada desesperanto, habiendo organizado una gramática y un vasto vocabulario. Se dedicó un tiempo a la escultura comestible; levantó en el departamento una ciudad entera de mazapán, pero nunca llegó a exponerla. También era dado a premoniciones; hacía ciertas previsiones de las que él mismo se asustaba y enmudecía una semana. Y parece ser que tenía en su pasado una historia conocida y admirada por la gente de su generación. Nunca me habló de esas historias, y por eso yo lo admiraba aún más. En el bar, cuando bebía más de la cuenta, o cuando llegaba con el pensamiento ya cargado de estimulantes, recitaba poemas. Había algunas noches, especialmente la noche del sábado, cuando el lugar se llenaba, en que él dejaba que un velo negro cayera sobre su cabeza y cavilando comenzaba a declamar en francés. Yo no sabía qué hacer, porque él declamaba muy alto, y mirándome, y las demás personas que estaban en la mesa no entendían los versos. En cuanto a mí, él sentía que yo comprendía el sentido. El resultado era que quedábamos solos en la mesa, porque las pocas personas que soportan la poesía, no soportan el francés.
No sé qué pensaban esas personas de mí, de mi amigo, de nuestra amistad. Sin embargo, cuando él estaba lúcido y decía cosas que para mí eran revelaciones, los demás apenas podían escucharlo y lo veían borrosamente. Era como si estuvieran separados de él no por una mesa, sino por capas de tiempo. A veces yo descubría que él incluso prefería decir cosas que los demás no pudieran comprender sino hasta años después. Las palabras que buscaba, las pausas, y sobre todo el tono de su voz, tan grave, me hacían creer que él era de esas pocas personas que pueden pensar y hablar con el tiempo en su interior.

martes, 17 de agosto de 2010

Trop petit

Hemos inventado esa miseria de la originalidad del autor individual. Pura tensa tozudez de brutos. A los orientales, a nadie más, le interesa esta obstinación.

No puedo pensar algo sobre los viejos que no haya escuchado mil veces, lo cual me alegra.

Le pido a mi madre que me explique por qué las viejas se llenan de gatos, aclarándole que le pregunto primero, porque ella se ha hecho vieja; segundo, porque está llena de gatos y tercero, porque aún tiene lucidez para observar objetivamente las circunstancias de su vida.
Me responde que los viejos buscan la compañía de los gatos porque las personas con quienes los unía el afecto los abandonan.
Algo de razón tiene. Yo agregaría la fuerza criadora que posiblemente sigue intacta en los viejos. Ella, que es particularmente potente, ha adoptado no sólo a los gatos, sino a todo lo que pasa cerca: perros, loros, hija, yerno, nietos, hermana. La pulsión adoptadora de mi madre es imparable. Es como la vida, llegaría a matarla, o a matar a otros, incluso a sus adoptados, por perpetrar su objetivo de adoptar más y más.

Hablamos con mi madre de la miserabilidad de los viejos. “Todos los viejos son miserables”, me dijo. Mi madre siempre nos ha hecho reír con su gracias y su violenta frontalidad.
Pensé en la miserabilidad como parte del encogimiento del mundo de los viejos. Dice Jacques Brel: “su mundo es lo más pequeño, de la cama a la ventana, de la cama al sillón, luego de la cama a la cama”.

Los últimos días me estuve reprochando el tamaño de mi mundo. Empecé a observar el tamaño del mundo de diferentes personas. Me pregunto si es posible cambiar el tamaño del mundo que uno se construye y cómo.

http://www.youtube.com/watch?v=Gy-Y6DudhY0

sábado, 14 de agosto de 2010

Sobre lo autobiográfico

Siempre se escribe sobre uno, es imposible escapar de lo autobiográfico. Pero por otra parte, también es imposible ser cabalmente autobiográfico: sólo se pueden mencionar algunos aspectos de lo que uno cree de uno. Y muchas veces el argumento retuerce mucho lo que uno cree de uno, y uno cede ante el argumento, porque el alma de un argumento es el sentido, que es como dios, lo que surge desde otra realidad. Uno escribe para que aparezca ese sentido (o quizás es el sentido el que ordena escribir para poder meterse en este mundo), de modo que los detalles de la realidad no son más que la plastilina para que el sentido pueda tomar una forma.

viernes, 13 de agosto de 2010

Tristeza


Hablamos del Premio Nobel. Borges está hoy mejor inclinado hacia Juan Ramón Jiménez. «Qué bien lo que dijo: “El Premio Nobel me llena de tristeza. Mi mujer está muy enferma”. Qué bien que dijera una frase llana; “me llena de tristeza”. Todo se hubiera ido al diablo si hubiera procedido como escritor y si hubiera dicho “me puebla de tristezas” o algo así». Borges recuerda que hablaba mal de casi todos sus compatriotas: «Decía: “No se podía visitar a Pérez de Ayala. Tenía la casa adornada con jamones y chorizos”, o: “No se podía visitar a Azorín. Tenía en la mesa de luz un cenicero con un Quijote de metal, de cincuenta centímetros de alto”, o: “En casa de Antonio Machado no pude sentarme en la silla que éste me ofrecía porque en ella había quedado olvidado, de varios días probablemente, un huevo frito”». Hoy murió Zenobia, la mujer de Jiménez.


1956. Sábado, 27 de octubre.


Del diario Borges, de A. Bioy Casares

martes, 10 de agosto de 2010

Quien tiene sentimientos




Es una receta: se provoca un estado de mente atónita, con lo que todo se hace posible, cualquier cosa. Aquello que bajo las leyes de la realidad era imposible, lo que racionalmente era impredecible ahora toma cuerpo lógico y se vuelve razonable, es entendible, tiene sentido. Vi cómo mi padre chino usaba este método para comprender y asimilar sentimientos que eran desde siempre parte de mí (que tenía 11 ó 12 años): el fanatismo enfermo por un club de fútbol, la nostalgia telúrica del folclore de Yupanqui, la entrega desaforada y llena de contradicciones del peronismo, la ironía apacible, apenas susurrada, de mis tíos del campo. Delante de mí, mi padre chino aprendió esas cosas. Esos sentimientos. Y ahora cuando le digo a Mary-Sue que los chinos no tienen nuestros sentimientos, que los aprenden como cualquier humano adquiere el idioma del medio al que es arrojado, ella se resiste a aceptarlo.
— No podés decir que no tienen sentimientos.
— No estos, no los nuestros; los nuestros los aprenden para entenderse con nosotros. Los sentimientos conforman un lenguaje, con sus términos, sus sintaxis, su pragmática, su metamorfosis. Un lenguaje hecho de signos, se significantes y significados, que se desplazan…

Ahora estoy esperando en la lavandería a que la china dueña me entregue la ropa que dejé para lavar.
Las lavanderías de Buenos Aires ya son casi todas de los chinos. Cuando abrieron esta, hace medio año, había tres o cuatro chinos, dos mujeres y los demás hombres, pero ahora sólo quedó una china. Es un asunto asombroso que pueda lidiar sola con las toneladas de ropa que veo alrededor, rebalsando canastas, girando dentro de las máquinas, aguardando dobladas dentro de miles de bolsas de nylon dispuestas en estanterías, colgadas en cientos de perchas, planchadas. Además, tiene una hijita, una bebé de dos años que anda entre las ropas, los canastos y las máquinas, y a veces reclama a su madre llorando. Es prodigioso que la china, además, cuando llega un cliente pidiendo su ropa, instantáneamente le trae sus bolsas, sin dudar, sin detenerse a pensar, ni a buscar, sin equivocarse.
Está conmigo, esperando también, Daniel Jacubowicz, que vive en mi edificio. Llegó antes que yo. Es un muchacho simpático, muy abierto, que hace sociales fácilmente. La china le trae dos bolsas.
— ¿Cuánto es, Lin? —Jacubowicz sabe su nombre. Ella dice cuánto es. El, contrastando con la velocidad de ardilla de la china, demora con lentitud algo artificial el gesto de sacar la billetera, contar los billetes y pagar. Descubro que lo hace a propósito, para bajar el frenesí de ella, para sosegarla. Veo que lo consigue. Veo que la mira a los ojos fijamente, hasta que consigue que ella, con una mirada penetrante y fugitiva, lo mire a los ojos también. Entonces Jacubowicz manipula su potente voz aplomada para decirle:
— Muy cansada, Lin. Estás muy cansada. Todo esto es mucho para vos, ¿no?
Y entonces veo cómo ojos de la china se vuelven acuosos y observo cómo un gesto de dolor quiere desfigurar su rostro. Mira para abajo, con el cuerpo quieto, parada en medio de aquel infierno de trabajo descomunal, con la vulnerabilidad desnuda. Está tan entregada al abrazo de Jacubowicz. Si Jacubowicz la abrazara, ella se desarmaría en un llanto sin fin.
Mary-Sue dirá que no es posible que la china haya aprendido eso.

La marca en el libro

Natacha me dio un libro que escrito su mamá. Apenas empecé a leerlo sentí con su mamá un entendimiento mucho mayor, instantáneo y fértil que el que jamás llegaría a tener con Natacha.
Cumplimos con Natacha rápidamente el destino de separarnos, pasaron 20, tal vez más años, y en una librería de Buenos Aires, junto a mi libro encuentro otro de la mamá de Natacha, Susana Balán. Lo hojeo, un poco con ese temblor típico que me sobreviene cuando encuentro en el mundo secular algo que vive en un rincón de alguno de mis templos interiores; veo que sigue hablando del amor y las parejas desde el punto de vista de las mujeres, y por ahí leo “mis hijas” y sospecho que Susana adoptó la onda de inyectar biografía en sus libros, y mientras me pregunto su esto es una costumbre original de los norteamericanos, o si en realidad los chicos de Gertrude Stein comenzaron a introducirlo luego de leer a los rusos, en medio de ese divague leo el nombre Natacha. No puedo creer que esta señora haya cometido el exabrupto de nombrarme —sé que no —la conozco. Pero mientras corren por mi cabeza todo lo que Susana podría decir de aquellos días y lo poco que me gustaría que algunas personas conocieran esos detalles, y que además se han hecho tan imparablemente públicos, empiezo a volar por las páginas. Hasta que no me atrevo a seguir más, me digo que lo seguiré leyendo en casa y compro el libro.
Efectivamente, Susana se despachó libremente sobre Natacha, pero mi nombre no está. Bien. Leo, con más tranquilidad, qué dice de Natacha, y a medida que avanzo encuentro que no encuentro indicio no sólo de mí, sino de lo que tuvimos Natacha y yo. Sigo, a ver dónde hay algo. Sigo, a ver si hay algo. Nada. Ni una anécdota, ni un detalle, ni un guiño oculto en que yo pueda reconocer mi existencia. Una decepción.
De todos modos, ¿qué tuvimos? Nada, ciertamente. Y de todos modos, ¿algo de lo que tuvimos afectaría realmente mi imagen pública? ¿Puedo decir que tengo imagen pública? Nada qué ocultar y nadie a quién ocultarle. Al arribar a este punto recuerdo que de esto se trataba el asunto con Susana, en definitiva: yo no tenía con qué dejar una marca en Natacha.

lunes, 9 de agosto de 2010

Máximas para Recursos Humanos

Máxima para Recursos Humanos Nº1: Es mejor parar locos que empujar boludos.

Máxima para Recursos Humanos Nº2: No hay que contar con lo que la gente haga por deber, sino con lo que hace porque no puede parar de hacerlo. Sólo hay que contar con lo que la gente hace por vicio.
No contar con aquello que se hace por deber.
Ni con aquello que se hace por algún mandato.
Ni con aquello que se hace porque se puede hacer.
Ni con aquello que se hace por voluntarismo.
Ni con aquello que se hace porque se quiere hacer.
Ni con aquello que se hace porque se quiere hacer muchísimo, incluso fervientemente.
Ni con aquello que se hace en un arranque de entusiasmo.
Ni siquiera con aquello que se hace por inspiración.

Sino sólo con aquello que se hace porque uno se muere si no lo hace. Lo hace sin que importen las consecuencias o la retribución; paga por hacerlo, le va la vida en ello, sea malo o bueno, sea lo que sea, pero en todo caso un vicio:
Fumar
Matar
Pintar
Cantar
Organizar
Comer
Cocinar
Opinar
Contar
Someterse
Someter
Leer
Construir
Destruir
Contemplar
Analizar
Ahorra
Averiguar
Forzar el cuerpo
Aconsejar
Cazar
Capturar
Viajar
Correr
Competir
Ilusionarse
Imaginar
Moverse en grandes espacios
Moverse en pequeños espacios
Cuidar a otros
Robar
Apostar
Criar
Mandar
Sabotear
Lastimar
Mirar
Registrar
Recordar
Bailar
Compadecerse
Exhibirse
Dolerse
Adular
Festejar
Ser amigo
Enamorar
Amar
Rabiar
Vender
Comprar
Tirar
Recolectar
Coleccionar
Domesticar
Provocar
Reir
Hacer reir
Vigilar
Ganar
Perder
Persuadir
Convencer
Acumular
Maquillar
Maravillar
Desear
Tocar la guitarra
Navegar
Escuchar música
Fornicar
Engendrar
Hacer la guerra
Saber
Entender
Horrorizar
Delirar
Relatar

jueves, 5 de agosto de 2010

Inspirar y actuar


Pará, escuchame. Es inspirar y luego actuar.

Primero, inspirar; después, actuar.

Si no actuás inspirado, actuás neciamente -probablemente con la peor necedad, la del autómata que ejecuta la inspiración de otro.

Si no actuás la inspiración, no merecés la vida.

miércoles, 4 de agosto de 2010

El de siempre

En un lugar dentro de Luis, lo supiera él, lo intuyera o lo ignorara por completo, se decidió que sería para siempre fiel a los suyos. Debía emigrar, permanecer entre extraños un tiempo, tal vez un largo tiempo, años, pero al fin volvería con su gente. Cuando los encontrara sería el mismo de antes. Ellos se asombrarían de que no hubiera olvidado un solo giro de su idioma, de que llevara la ropa como todos los demás, de que su forma de pensar fuera la más típica entre ellos. Él se derretiría de orgullo. Todos los años que pasó en la tierra lejana los vivió encapsulado, no quiso enterarse de nada que no fuera indispensable para su trabajo y las cosas del cotidiano. Sacó todo lo que pudo y puso menos que lo indispensable. Su vivir fue estrictamente técnico, desprovisto de cualquier cosa más allá de la supervivencia. Se mantuvo lejos de la gente del lugar, trató de no intercambiar nada, ni afecto, ni deseos, ni planes. Nada de la pertenencia al lugar extraño lo afectó. A ningún nativo dejó entrar en su vida. No tuvo amigos, ni amada, ni familia. No permitió que el lugar lo contaminara. Quiso pasar los años allí como si hubiera atravesado el océano durmiendo. No echó raíces, extirpó cada raíz que quiso adherirse a su piel. Nada se le hizo familiar. Nadie le fue íntimo. Ningún lugar le fue propio. Allí no vivía, volvería a la vida cuando se reuniera con los suyos. En aquel lugar estaba como muerto, pero no moriría allí, sino en el lugar al que realmente pertenecía.


martes, 3 de agosto de 2010

Estilo natural

Hablamos sobre el estilo natural. Borges recita versos del Martín Fierro, que describen la partida de Cruz y Fierro:

Cruz y Fierro de una estancia
una tropilla se arriaron;
por delante se la echaron
como criollos entendidos,
y pronto sin ser sentidos
por la frontera cruzaron.

Y cuando la habían pasao,
una madrugada clara,
le dijo Cruz que mirara
las últimas poblaciones,
y a Fierro dos lagrimones
le rodaron por la cara.


BORGES: «Es estilo natural, porque su prosa no podría haberse dicho con otras palabras, ni mejor. Tal vez el único ripio es el como criollos entendidos». BIOY: «Sí, pero es un ripio muy importante; es una frase natural, que pasa sin ser notada». BORGES: «Peor sería que hubiera puesto comparaciones mitológicas». BIOY: «Lo principal es no escribir con sinónimos, con palabras o expresiones que estén en reemplazo de otras». BORGES: «Es claro. Wordsworth, por ejemplo, dice que va a escribir con una selección del idioma corriente usado por los hombres en los momentos de pasión».

1956. Miércoles, 17 de octubre.

Del diario Borges, de A. Bioy Casares


lunes, 2 de agosto de 2010

Palabras piedras

"Si pudiese hacer lo que quisiera, me iría al centro de la Tierra, nuestro planeta, y buscaría uranio, rubíes y oro. Intentaría encontrar Monstruos Perfectos. Después me iría a vivir al campo."

(Truman Capote dice que encontró esta aventura escrita por Florie Rotondo, de 8 años, en una revista que recogía frases de colegiales. La usó para su libro Plegarias atendidas, que puede bajarse en http://www.scribd.com/doc/33751362/Capote-Truman-Plegarias-Atendidas).